¡Hola! No sé si estoy
haciendo bien pero te trataré como un amigo. Ya sé que eres un libro, y que
sólo tienes hojas en blanco y una portada en la que pone con grandes letras
rojas “DIARIO”, pero estas hojas blancas se pueden llenar con grandes
aventuras, historias y amores; con MIS aventuras, historias y amores. Tengo
este libro gracias a mi madre para que escriba lo que siento, lo que vivo y lo
que hago. Espero que mi madre no intente leerlo una vez lo haya escrito. Lo
esconderé en un buen sitio. Quisiera llamar a esta historia “Un punto de
inflexión”, porque me parece una de las mejores expresiones para definir mi
vida.
Bueno, creo que lo
mejor sería empezar presentándome. Soy Diego García y tengo veintitrés años. Si
me miras por atrás, verás que soy alto, delgado y que tengo el pelo negro. Pero
si me miras por delante, no te fijarás en mi pelo. Ni en mis ojos. Ni siquiera
en mi complexión. Te fijarás en que tengo un problema. “Autismo” que le llaman.
Sí, soy autista. ¿Algún problema? Pues sí, demasiados. Al principio, de
pequeño, no me preocupaba nada. Es más me hacía gracia. Pensé que de mayor
correría en la Formula 1 con un coche como Fernando Alonso. Pero cada vez que
iba creciendo vi y comprendí lo difícil que era tener esa enfermedad. El tener
problemas en los estudios, en comprender las cosas… Pero sobre todo el que la
gente se ría de ti.
Cuando entré en el
colegio, con tres años, hice amigos. Jugábamos, nos reíamos… Pasábamos buenos
ratos. Pero con mi primer punto de inflexión, mi vida se rompió en pedazos.
Tuve que cambiar de colegio por culpa del trabajo de mi padre.
Llegué al nuevo colegio
con trece años. Sabía que este curso iba a ser duro. Y no sólo por los
estudios.
Cuando entras a un
colegio con tres años nadie se fija en si tu ropa es de marca, tienes un pelo
perfecto o eres guapo, feo o difícil de mirar. Pero cuando entras en una clase
llena de adolescentes de trece y catorce años, eso es lo más importante. Y si no causas buena impresión,
es muy difícil que te den otra oportunidad. No hice ni un solo amigo ese
curso. Es más, la gente se metía mucho conmigo. Y lo peor no era lo que me
decían a la cara, era lo que se callaban y decían a mis espaldas. Fue
probablemente el peor curso de toda mi vida. En serio fue insoportable. Y
encima repetí. Mi vida se hubiera derrumbado por completo si no hubiera
encontrado mi salvavidas en este mar de desolación. La música. Sentirla,
escucharla, notarla muy dentro de mí. En cuanto tenía un problema, cerraba los
ojos y hacía sonar la música en mi interior. En mi cabeza. Y eso me relajaba.
Pero la música que más me gustaba, y con diferencia, era la música que sonaba
en la Iglesia. Voy a la Iglesia todos los domingos. No me interpretes mal, no
voy a la Iglesia sólo para escuchar la música. Soy cristiano y creo en Dios.
Aclarando este punto, cerramos paréntesis y continuamos con mi vida. Pues eso,
me encanta la música de la Iglesia. La perfecta armonía entre las voces; con
esas letras llenas de esperanzas, el teclado, las guitarras… Nada me hacía más
feliz que cerrar los ojos y seguir el ritmo de esa melodía con la cabeza. El
otro día me vio el cura. Tenía miedo de que me echase la bronca por hacerlo; pero,
en vez de eso, hizo un gesto afirmativo y me regaló una amplia sonrisa. No sé
por qué, pero me sentí completamente feliz.
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