"Debí dormirme, porque lo siguiente que recuerdo es a mi madre diciéndome
que al día siguiente tendría que
volver a clase. No respondí nada y me dispuse
a preparar mi mochila, pero al
llegar a la estantería y coger el libro de Ciencias
Sociales, me entró un vértigo que
me obligó a sentarme en la cama. Desde
la muerte de mi padre hasta ese
domingo, mi vida había consistido en dormir,
llorar, beber agua y malcomer, pero
de ahora en adelante tenía que volver a la
rutina, pasar página y, en cierta
manera, olvidarle.
El lunes fue el peor lunes de toda
mi vida. Llevaba un mes sin ir a clase y eso
se notaba. No tenía ni idea de
inglés, la trigonometría me sonaba a chino y en
las frases de lengua no distinguía
un verbo de una conjunción. Y lo peor no fue
lo académico. Tuve que soportar
miradas de todo tipo: miradas de pena y de
una falsa complicidad por parte de
profesores, miradas llenas de indiferencia
e incomprensión por parte de mis
compañeros, una mirada cargada de odio
mal contenido por parte de la
compañera de clase que se había acostumbrado
a usar mi mesa de taquilla de
libros… Pero la peor, con diferencia, fue la
mirada vacía e inexpresiva de
Miguel. Sentía su miedo a acercarse a mí, y yo
no tenía ganas de socializar con
nadie. Miguel y yo nos pasamos el tiempo
Seguía sin comer bien. Con una
manzana podía aguantar todo el día y no
pasaba hambre. No estudiaba ni
hacía los deberes. No encendía el móvil ni el
ordenador; no abría ni el Tuenti,
ni el Twitter, ni nada. Y, por supuesto, no salía
ni viernes, ni sábados, ni
domingos. No iba a las comidas familiares. Y, si iba,
era obligada por mi madre y con
cara larga. No volví a mi equipo de baloncesto
y no practicaba ningún deporte.
Incluso me llamaba la idea de empezar a
fumar. Mi vida iba en decadencia
pero yo no me daba cuenta. Estaba ciega.
Entonces ocurrió el desastre. Era
un martes y llovía. Me había levantado con
peor pie de lo normal. Me sentía
cansada y decepcionada, no sé por qué: como
si hubiera corrido una maratón y
hubiera quedado última. Decidí hacerme la
enferma y faltar a clase, pero mi
madre se me dio cuenta y me obligó a ir a
clase. Sin tener más remedio me dirigí
a clase con la cabeza baja.
El día no había empezado muy bien,
pero eso no fue ni una milésima parte
de lo que me iba a ocurrir ese día.
Al llegar a clase a las ocho, el profesor de
lengua me pilló con los deberes sin
hacer y me castigó con quedarme a la tarde
a hacerlos. Pero eso fue
prácticamente lo mejor del día; junto con la tercera
hora llegó el desastre. Vino el
profesor de matemáticas y, tras media hora de
broncas y gritos nos repartió el
último examen. Fue uno a uno, cada uno con
un comentario, en gran parte
negativos. Entonces, dijo mi nombre y me dio el
examen sin ningún comentario. Me
dirigí al sitio y me atreví a mirar. Un cero y
medio. Casi me desmayo. En la
primera evaluación había sacado un ocho. Mi
mundo se derrumbaba por momentos.
Pero aún así esto no era lo peor de
todo. Yo estaba en el recreo sentada en
mi rincón, más triste de lo normal
cuando se me acercó Miguel. Me dijo que
si necesitaba ayuda para aprobar
matemáticas él podía ayudarme. Miguel
siempre saca dieces en matemáticas,
es un genio de las mates. Bueno pues
después de decirme esto me puse a
llorar y le empecé a gritar diciéndole
que lo único que quería era
restregarme su diez en mi cara, que no quería
ayudarme. También le dije que me
había abandonado en el peor momento de
mi vida y que no se lo perdonaría
nunca. Miguel aguantó el chaparrón sin decir
una palabra, y cuando terminé me
miro a los ojos, y después de soltar una
lagrima dio media vuelta y se fue."
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