"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

lunes, 16 de septiembre de 2013

El que me escucha, el que me ayuda... El que me ayuda a volar.

Y allí estaba yo el veintisiete de julio de este mismo verano sentado en el suelo a eso de las doce y media. Acababa de llegar a ese campamento, mejor borramos lo de campamento, a esa casa que es para mí Somalo. Primer día de los ocho que tenía por delante. Y entonces le llaman y sale al frente del grupo con solo una cosa: un portavelas naranja y con forma esférica. Y entonces empezó su discurso y, probablemente sin saberlo ninguno de los dos, me cambió la vida. Y allí estaba. Obviamente, no era la primera vez que oía hablar de él, ni  la primera vez que le veía, ni siquiera la primera vez que hablaba para nosotros (para mí), pero... Esa vez me cambió todo. No fue un discurso con palabras largas y complicadas, pero no lo necesitaba. Estábamos nosotros, él y la profunda noche que se observa desde el patio de Somalo. Y nos dijo una frase, la primera de las siete que nos diría noche tras noche. "Yo soy la luz del mundo". Seis palabras, no hay más. Y poco a poco nos fue enseñando como descubrir Nunca Jamás, como poder volar, como descubrirnos a nosotros mismos.

Jamás le podré agradecer todo lo que ha hecho, y hace, por mí. Que mis conversaciones de diez minutos con él me han ayudado muchísimo y que si me he planteado mi futuro... Ha sido por él. Abel... Mil veces gracias... Mil veces. Y se quedan cortas.


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