"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

jueves, 18 de junio de 2015

El chico con la televisión encendida

Realmente hay noches que me pasa. Suele ser tras esos días eternos en donde todo ha sido especialmente duro. Apago la televisión para irme a dormir y me quedo durante unos minutos mirando la pantalla apagada y negra. Cualquiera que me vea en esos momentos debe de pensar que se me ha ido la cabeza o que directamente me he quedado dormido con los ojos abiertos. Pero es cuando veo la inerte inmensidad negra cuando me veo; pero no como si me viera en el espejo del cuarto de baño, me veo unos cuantos años atrás, antes de que yo me convirtiera en esto. Veo al chico con la televisión encendida.

Le veo parecido a como estoy ahora; sentado en un sofá; mirando absorto la pantalla de un televisor, solo que él tiene la pantalla encendida y no se pierde ni un segundo de todo lo que ocurre en ella. Si yo no conociera su historia, podría pensar que es un chico más, como los cientos de chicos que hay a su alrededor. Un chico más pasando los ratos muertos mirando la caja boba. Pero yo veo más allá, puedo ver la cicatriz que esconde esa piel gruesa, puedo ver todos los detalles que su mirada esconde. Y puedo ver lo infeliz que es.

El chico con la televisión encendida se maravilla con el mundo que muestra la televisión, con esas ciudades luminosas y gigantescas donde un montón de gente consigue sus sueños y no puede evitar comparar ese mundo fantástico y lleno de música con su realidad, viviendo en la montaña rodeado de ese gran bosque en pleno silencio. De vez en cuando, decepcionado, mira por la ventana pensando que podría estar en cualquier otro sitio y siente que realmente no está en su sitio. Y nota en el bosque de su interior un murmullo, como si el animal que tiene dentro estuviera vivo y deseando salir.

Él vive bajo la presión constante de su padre y siente que su familia no le entiende. Y cuando se encierra y enciende la televisión sueña con correr a la ciudad y buscar el cambio de su vida. Sueña con demostrar lo que realmente vale. Sueña con tener una vida de película, como las que ve todos los días en la pantalla. Cree que en el País de los Sueños, donde todo puede ser posible, hay muchísimos programas que él podría ver... e incluso vivir. Y, cegado por la bonita luz que no puede dejar de mirar, exclama en voz alta: "Todo está bien... pero yo aún no he terminado".

Realmente me da mucha pena observar al chico con la televisión encendida, con sus ojos llenos de luces falsas y ruidos que rompen el silencio. Realmente los sueños eran vendidos baratos en aquellos días. El chico con la televisión encendida ahorró  y en cuanto pudo se marchó a la ciudad a vivir esa gran vida que le vendían a diario, y llegó a transformarse en un hombre con un trabajo mediocre viviendo en un piso enano dentro de una ciudad agobiante. Por esos estúpidos sueños adolescentes de descender a la ciudad he echado mi vida por la borda. El chico de la televisión encendida buscaba luces y ruidos, yo personalmente busco lo contrario.

Quizás él mismo no de dio cuenta del paraíso en el que se encontraba, una casa idílica en medio de la montaña y silencio alrededor... O quizás es que siempre querenos lo que no tenemos. La realidad es que, aunque parezca mentira, aquel chico con la televisión encendida y yo somos la misma persona. Y, por muy duro que parezca, tenemos que aceptar que lo que nos vendía el televisor no era más que una pantalla de humo vacía.


sábado, 6 de junio de 2015

Cuando durante cinco minutos se para el mundo.

Tenía que contarlo. Es más, siento que tengo que gritarlo al mundo, porque lo que viví hace un par de noches es de lo mejor que he vivo en mucho tiempo y todo es gracias a la música; pero no a cualquier música, a la música de verdad. La que te coge y te transporta a un lugar que no conocías y en el que no puedes estar mejor. La que te entra directa del oído al corazón. La que te hace sentir como solo ella puede. Juan Zelada + grupo invitado.

Tengo que decir que tengo una debilidad por la música. Siento que ella es gran parte de mí y que podría pasarme toda mi vida escuchándola y sintiendo todo lo que ella me tenga que decir. Ahora bien, tengo un gusto muy personal e intento conocer música que no esté tan metida en el mundo más famoso. Y os puedo asegurar que allí hay mucho diamante en bruto y mucha música esperando llegar a alguna persona y conseguir emocionarla. O hacerla bailar. O hacerla cantar. O hacerla llorar. Y allí es donde reside la magia. Preparaos que lo que os voy a contar no es ninguna tontería.

El comienzo de la noche nos lo daba un grupo invitado llamado Boss & Over. No los conocía, es más, ni siquiera sabía que iba a tocar otro grupo. Pero allí estaban y llegaban con fuerza con toques swing, indie, soul, rock... Y mucha, mucha energía. Con una poderosa voz femenina y cuatro grandes músicos canción a canción fueron cautivando a un público en que la mayoría venían por ver la actuación siguiente. Y consiguieron meterse a ese público en el bolsillo.

Permitidme decirlo, fue brutal. Creo que hacía tiempo que no descubría algo tan genial y les tenía allí, a escasos metros, dándolo todo en el escenario con un estilo muy original que no había escuchado antes a nadie y con un buen rollo que no te dejaba dejar de sonreír y te dejaba continuamente ganas de bailar. Durante aproximadamente una hora consiguieron llenar toda la sala de algo muy especial y personalmente a mi me ganaron. Es más, después de este viaje he vuelto a casa con un CD nuevo. Y Boss & Over son los únicos culpables de ello.

Terminaban ellos y se subía al escenario Juan Zelada con su espectacular banda. Y aquí tengo que pararme.

Tengo que explicar que Juan Zelada es importante para mí. Es diferente a cualquier otro artista. Yo hace relativamente poco que conozco a este artista. Me remonto a agosto del año pasado cuando sale el cartel de conciertos de fiestas de Bilbao. Y entre ellos un nombre que me llama la atención... Sábado 23 de agosto: Juan Zelada+Russian Red. Decido buscarle en YouTube para ver cómo era ya que, no os voy a mentir, una amiga quería ir a ver a Russian Red. Y menuda sorpresa me llevé con este hombre. Con este artista como una catedral de grande.

Y aquí llega lo bonito. En pleno concierto de Juan Zelada, escuchando una canción que compuso para un amigo acelerado que tenía,  yo cumplí mi mayoría de edad. Y la verdad es que este año ha llenado mi móvil con canciones suyas. Y en el mismo momento que supe que el Corte Inglés tenia su disco, fui corriendo a comprarlo. Meses esperando a que volviera a pisar Bilbao y cuando por fin lo hace, me ponen un examen final de la universidad al día siguiente. Con mucha rabia, pero aceptando las circunstancias, acepto que voy a tener que dejar pasar esta oportunidad.

Ahora entenderéis por qué me alegro tanto de poder haber coincidido por casualidad con este hombre en Madrid. Y por qué considero que he tenido gran suerte con este concierto.

No quiero extenderme mucho, porque por mucha parrafada que os cuente no voy a poder ni acercarme a lo que es este hombre sobre un escenario. Porque a Juan Zelada y a su (grandisima) banda hay que escucharles para entender todo esto que digo. Pero os puedo asegurar que cada minuto en que esos cuatros genios hacían música conseguían que algo dentro de mí se moviera de manera espectacular. Creo que nunca he sentido tanto escuchando música. Y os aseguro que afirmando eso, afirmo algo muy grande.

Porque no sabéis lo que es que tras corear ese cántico de "otra, otra" aparezca Juan Zelada en escenario, se enfunde su guitarra acústica y se ponga a cantar a un escaso metro de ti una canción que no conoces pero que te da la sensación de que es la cosa más bonita que has escuchado en tu vida. Y es en ese momento, cuando durante cinco minutos se para el mundo y te da la sensación de que todo tu alrededor ha desaparecido, cuando te das cuenta de que la magia no siempre tiene que tener truco. Que a veces la magia no tiene que ser un mago sacando un conejo de la chistera. Que a veces la magia es una voz acompañada de una guitarra que te consiguen poner los pelos de punta. Porque a veces la magia es Juan Zelada.


Allí os dejo mis dos recomendaciones. Os gustarán o no, no lo sé, pero son artistas a los que merece la pena escuchar. Esto es música de la de verdad, de la pura y dura. Y quizás no sean tan famosos, al menos no como deberían serlo, pero no siempre la fama implica calidad... Y ellos son el claro ejemplo de esto.

lunes, 1 de junio de 2015

Parchís

Un, dos, tres. ¡Al escondite inglés! Jo, esto no es divertido, mi osito Luffy no juega tan bien como cuando juegan mis papás. Pero ahora mamá está preparando la cena y papá está preparando un viaje largo, así que no está en casa. No sé a dónde se va, pero va a pasar muchos días fuera. Y estoy triste, porque con mi papá me lo paso muy bien, pero cuando yo me voy de viaje o de excursión con el cole, me lo paso muy bien y seguro que él se lo pasará genial. Además me ha prometido jugar conmigo esta noche, antes de que se vaya. A ver si llega ya.

No me lo puedo creer, ¿dónde está? Había prometido jugar con la pequeña. Mañana se marcha y no va a despedirse de su hija. Ya tengo la cena preparada y en poco rato nos debemos de ir a dormir. Todo esto nos está afectando demasiado y no sé qué será cuando se vaya. Por favor, llega pronto.

Me he retrasado. Todo por el papeleo. Un mes llevo preparando el viaje y la noche anterior todavía ando así. Se lo había prometido, una última partida de parchís y una última chocolatina de caramelo. Siempre podré dejársela en su mesilla, al lado de su lamparilla en forma de mariposa. O debajo de su almohada, aunque el Ratoncito Pérez no tenga hoy nuestra casa en su ruta nocturna. No me lo puedo creer, me va a ser imposible llegar pronto.

Ya he cenado y mamá me ha dejado estar un ratito más que todos los días. Pero no llega ¿Por qué no llega? Papá me prometió una partida de parchís. Iba a hacerle enfadar cogiendo el cubilete verde, como hacemos siempre. Se pone rojo y es muy gracioso. Luego coge el azul y empezamos. Jo, ahora que sé contar bien. Ya no hay tiempo. Está muy oscura y las farolas llevan mucho tiempo encendidas.

Se ha hecho demasiado tarde. No me puedo creer que no estés aquí. Ya sé que no es tu culpa, pero mañana hemos de madrugar y ya es hora de apagar las luces. Me dijiste que la primera noche sin ti a mi lado no vendría hasta mañana, pero aquí estoy, arropando a nuestra hija e intentando resolver sus dudas. Y no quiere jugar al parchís conmigo. Solo te pido que te despidas de ella. No verá  a su padre en mucho tiempo y quizás… No, mejor no pensarlo.

Hace ya una vuelta de reloj que mamá y yo nos hemos ido a dormir, pero no pienso cerrar los ojos hasta que vuelva. Aunque no juguemos al parchís  quiero un beso de esos que pinchan. Da igual lo que tenga que esperar, si abrazo a Luffy seguro que no me quedo dormida. Espera, ¿qué son esos ruidos?

Por fin en casa, por última vez. Todo está apagado, todo está en silencio. Perdí la oportunidad. Una brisa de viento frío entra por la ventana de la cocina y me acerco a cerrarla. Aprovecho para mirar por la ventana. Parece mentira que deba abandonar el bar de la esquina, la estatua de la plaza, el “buenos días” de la panadera. Me giro y escucho un ruido. Pequeños pasos acercándose de puntillas. Frunzo el ceño, preparándome para reñirla. Pero no puedo, no hoy, no ahora, no con la sonrisa que se me escapa por la boca.

Está aquí. ¡Aquí! Corro a abrazarle y a que me dé un beso. Es muy tarde y mañana tengo cole, pero da igual. Papá está llorando, ¿qué pasa? Se va de viaje y va a pasárselo bien. ¡Ya sé cómo hacer que deje de llorar!

No me lo puedo creer. Una pequeña mujercita con cara de sueño y pelo largo y despeinado se ha acercado corriendo hacia mí y se ha perdido entre mis brazos. No he podido aguantarme, he roto a llorar. Ahora, en este momento, soy feliz. Mi pequeña me ha dicho que espere, que ahora vuelve. No sé qué querrá, pero yo ya sé lo que voy a hacer.

¿Dónde están? Sé que los guardé por aquí… Están desde la cabalgata de reyes, papá me los dio y me dijo que era la niña más bonita de todas. Yo creo que se pasa, pero… Es papá. ¡Ah! Aquí están, quedan tres. Voy a dárselos.

Estoy en el salón y enciendo la pequeña lámpara, no quiero romper la magia que envuelve esta noche, y lo preparo todo. Al de poco viene ella susurrando “papá” con algo entre las manos y me lo da. “Caramelos” dice “siempre que lloro me como uno y dejo de llorar”. Si es que me la como. Además, son de mora y es su sabor favorito. Los ha guardado para comérselos los últimos y me los da. Para que no esté triste. Increíble.

Papá parece más contento. ¿Lo ves? Los caramelos son lo mejor. Un momento, ¡el parchís! Está todo puesto, las cuatro fichas de cada color en cada casita y los cubiletes con los dados al lado. Vamos a jugar, como me había prometido. ¡Bien! Voy a ganar seguro. Pero hoy… Igual le dejo a papá ser el verde. Eso sí, ¡quiero ver como se enfada!

Va, como siempre. Ella coge el cubilete verde y yo me “enfado” y me pongo rojo. Y ella ríe, enseñando el hueco del diente que le falta. Ríe, rompiendo el silencio de la noche. Ríe con la mayor de las inocencias. Me dirijo a coger otro cubilete cuando ella suelta esas palabras.

“Toma”. Papá me mira con los ojos muy abiertos. Sonríe y me dice que da igual, que sea yo el verde. Pero no, hoy no me toca. “Ya cojo yo el azul”. Es el color del cielo y del mar y es muy bonito. Solo espero sacar un cinco y salir pronto.

Cojo el cubilete verde por primera vez en mucho tiempo, en muchísimo tiempo. Se me va a salir una lágrima, pero no puedo permitirme robarle más caramelos. Toca sumergirse en un mundo de buscar los cincos, de comer una y contar veinte y de desear dos seises, pero nunca tres. Pero hoy pierdo, sus ojos brillan con fuerza. Hoy está valiente, hoy está poderosa.

Has sacado un seis, ¡tienes que romper barrera! Un tres. Un, dos tres. Te como. ¡Cuento veinte! Otro cinco, todas mis fichas fuera. No me puedes comer, estoy en una casilla con seguro. Hoy todo sale bien, voy a ganar.

¿Qué es ese ruido? Son las tres de la mañana y sigo durmiendo sola en el colchón que de cada vez me parece más grande. Me levanto y siento el frío suelo y un escalofrío recorre mi espalda. Me dirijo hacia la pequeña luz que se refleja cerca del salón, como si fuera una polilla en una cálida noche de verano. Me asomo con cuidado apoyándome suavemente en el marco de la puerta. Y lo veo todo. Ahí están agitando cuidadosamente cubilete y moviendo con el dedo índice las fichas. No puedo evitar sonreír al verlo. Lo conseguido. Lo he vuelto a conseguir. Ha cumplido su promesa. Con mucho cuidado vuelvo a la cama y ahora me da igual que la cama sea grande, sé que si no está a mi lado es porque está en un sitio en el que se necesita más.

Un dos. Uno y dos. Cuarta ficha metida en la casilla del centro. Final del juego.  He ganado. ¡He ganado! Es la primera vez que gano al parchís. Papá sólo llegado con dos fichas. Es verdad que he tenido mucha suerte, pero he ganado. Es lo importante.

Lo ha hecho. Ya sabía yo. Hoy era su día y lo ha aprovechado bien. Son las cuatro de la mañana, pero no soy capaz de mandarla a la cama, no soy capaz de nada. Sólo puedo quedarme en el sofá y escucharla y mirarla. La inocencia que desprende con cada palabra comida con la ilusión de su mirada. Sólo puedo sonreír al verla ¿Cómo una cosa tan pequeña me hace sentir una cosa tan grande?

“Y hoy en el cole he jugado con Paula y las demás al escondite y he sido la que más tiempo ha estado escondida y no me han podido encontrar. Y mañana por la tarde tenemos merendola por el cumple de Sonia y le vamos a regalar una muñeca de…”

Suena una respiración tranquila y suave al ritmo del silencio la noche. La llevó la cama y la arropa junto a su osito. Le doy un beso de buenas noches, de buenos días y buena vida. No puedo evitar soltar una lágrima y acto seguido me llevo la mano al bolsillo y cojo uno de los dos caramelos que me quedan. Me lo como y me dirijo salón. Guardo el papel en el cubilete verde. Recojo todo y salgo al balcón a ver amanecer y a que frío me despierte un poco. Porque ya no tengo fuerzas para ir a la cama y empezar a soñar.

Abro los ojos llenos de legañas y antes de fijarme siquiera en la hora que marca el reloj de la mesilla, observó que el otro lado de la cama sigue intacto. Cojo una bata y camino por el pasillo hasta el salón y me quedo en el marco del balcón. Tras un rato de silencio, suena una voz “Hay café en la cocina”. Pego un brinco y voy a por el café. Cuánto odio que haga eso… Y cuánto lo voy a echar de menos. Vuelvo con dos tazas y le doy una. Me mira, sonríe y coge la taza. Me quedo ahí de pie. Hasta que no puedo más. “¿No tienes miedo?”. Empiezan a brotar lágrimas de mis ojos y no puedo evitar temblar. Y me siento tonta, porque he tenido mucho tiempo para asimilarlo y mírame. Me giro y me dispongo a irme, mientras un pequeño río fluye por mis mejillas, hasta que unos brazos me rodean y me llenan con un calor que me recorre todo el cuerpo.

“Claro que sí. Tengo miedo de que éste sea nuestro último abrazo. Miedo de que este viaje sólo tenga billete de ida y de perderos a vosotras en el trayecto. Miedo de que no volvamos a compartir una cafetera. De que no vuelvas a ver mi cara de dormido y de que no pueda velar más viéndote dormir. De que no paseemos más de la mano en primavera y de que no existan más noches mirando las estrellas. Miedo de perderme, miedo de perderte y miedo de que me pierdas. Claro que tengo miedo, estoy aterrado... Pero, es lo que debo hacer y me tocará cada día levantarme y echaros de menos. Sí. Pero sabes que pase lo que pase estaré allí.”

Lo ha vuelto a hacer, ya estoy sonriendo. En un momento como el de ahora estoy sonriendo. No me lo creo. Es el mejor. Va llegando la hora de que se vaya y, por mucho que miro hacia la puerta la maleta no desaparece. Cada segundo que pasa me intentó unir más a él, hasta que, diez minutos antes de la hora cero, él se levanta y se marcha deprisa hacia el pasillo.

“Un segundo”. Tengo que hacer una cosa importante. Busco en el bolsillo de mi chaqueta, cojo la chocolatina con caramelo y me acerco a la habitación de la pequeña. La observó dormir. Qué preciosa es. Un pequeño ángel brillando con luz propia. “Te quiero”. Le doy un beso antes de dejar la chocolatina sobre su mesilla y abandonar la habitación bajo la tenue luz de la mariposa. Mira el reloj. Ya está. Llegó el momento.

He temido este momento desde hace semanas y aquí está. Y tú te vas y nos dejas aquí. Te abrazo y lloro, intentando aferrarme a ti para siempre. Sabes que mis lágrimas te están mojando la camiseta por la parte los hombros, pero te da igual. Me agarras con tus grandes manos, me miras a los ojos y me sonríes. Pero tú tampoco puedes resistirte a soltar la lagrimilla. Y entonces nos volvemos a abrazar y nuestras lágrimas se hacen una y resbalan juntas. Coges la maleta y te vas. Y me quedo en el umbral de la puerta con la mirada perdida y  la palabra en la boca. Camino hasta el balcón y observo como despierta el mundo para empezar un día más. Ignorando todo lo que esta noche ha pasado en este piso.

¡Ay! Qué raro, no ha venido mamá a despertarme hoy y ya parece que es de día. ¿Dónde está mamá? A ver… Está en el salón sentada en el sofá y me dice que ha llamado al cole, que no hace falta que vaya hoy, que necesitaba dormir. Pero mamá está sola. ¿Y papá?

Me embarco y comienza con este viaje que quizás no tenga fin. Respiró hondo y descargó tensión, ya no hace falta que me mantenga fuerte, no tengo a nadie quién engañar. La bruma que hay fuera es la que tengo yo dentro. Estoy confuso, esta noche ha sido maravilloso y ahora me encuentro con esto. Es como cuando el frío te golpea la cara después de salir de un sitio caliente. Pero bueno, a ver qué tal el viaje. Un viaje así siempre es peligroso. Y aún no tengo asegurado el billete de vuelta.

Hace unas semanas que papá se ha ido y no sé por qué pero hoy me toca dormir en casa de la abuela. Últimamente mamá está muy triste y no le apetece hacer nada. Además, el otro día me dijo que papá igual no vuelve del viaje. Pero eso es una tontería. Me ha dicho que se ha perdido, pero Noelia también se perdió en la excursión del cole y la encontramos en seguida. Solo fue un susto, como dijo la profe. Seguro que vuelve. Seguro. Y cuando vuelva, nos comeremos la chocolatina que me regaló el día que se fue. La tengo guardada porque vienen dos en el paquete.

Silencio

No puedo salir de la cama, no estás y no vas a volver. Queda esperanza, dicen. Mentira. Enorme. Te has ido a la guerra y sabía que todo esto podía pasar. Ahora no me sirven de nada las garantías medio inventadas de que no pasaría nada. Estoy sola. Soy muy joven para ser viuda y ella muy pequeña para ser huérfana. No, no, no. Me niego. No es justo. No. No. NO.

Silencio

Han pasado ya muchos años. Muchos. Pero sigo aquí, como cada catorce de diciembre a la noche. Esperando en el balcón, pensando que volverás, aunque sé perfectamente que no. Hace nada más y nada menos que once años que has desaparecido en combate. Sin saber nada de ti. Y poco a poco tuve que asimilar que nunca volverás de ese viaje. Y, créeme, lo tengo casi superado. Solo me permito un momento de bajón en todo el año. Y aquí me tienes, con un paquete de chocolatinas con caramelo totalmente caducado en una mano y con un cubilete verde con un papel de caramelo de mora dentro en la otra mano. ¿Puedes creer que he sido incapaz de jugar al parchís desde que descubrí el papel del caramelo? Eso sí, el cubilete lo llevo a todos lados conmigo, es mi amuleto, es mi pedacito de ti. Sigo esperando en compartir contigo la chocolatina. Pero sé que no va a ser posible. Pero, no sé. Era tan pequeña que ni siquiera entendía que tus lágrimas de aquella noche no se podían curar con simples caramelos. Miro al horizonte. Moriría por otro beso de esos que pinchan o por volver a ver tus ojos. Quiero volver contigo, quiero que vuelvas conmigo. Y aquí estoy, otro catorce de diciembre. El undécimo ya. El balcón es mi cama ahora, pero no necesito dormir para soñar. Sueños rotos, como unidos con pegamento por una noche. Un noche que espero que vuelvas y me abraces. Una noche donde todo es posible.

Y ahí está, otro año más, aguantando el frío por mí. Ahora solo me dejan ir a verla una vez al año y sé que he hecho bien en elegir este momento. La veo y me rompo en pedazos, pero es necesario. Es toda una mujer. Y no me puedo creer que no haya dado más paseos con ella, que no hayamos leído más cuentos, que no le haya enseñado a jugar a las cartas. Su graduación, su primer novio, sus rebeliones adolescentes… Solo me las puedo imaginar. Pero al menos puedo ver el reflejo de la luna en sus ojos año tras año. Sigue igual de preciosa, quizás algo más. Y sigue esperanzada. No me puedo creer que siga haciendo esto por mí. La quiero demasiado como para esto, pero no sabe que la observo y no tengo manera de decírselo. No sabe que estoy orgullosísimo de ella. No sabe que es la chica más fuerte que conozco. No lo sabe. Pero sobre todo no sabe que, en algún lugar de este mundo, hay un cuerpo vacío de vida aferrando fuertemente con su mano derecha un caramelo de mora.