"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

martes, 15 de diciembre de 2015

Nada. Nunca. Ninguna persona. Ningún lugar.

Olía a café. Y a libros viejos. Y a cuadros abstractos. Y a la música del saxofón de mi padre. Pero se paró el reloj y todo se rompió en pedazos. Nada. Nunca. Ninguna persona. Ningún lugar. Solo vacío; un vacío que lo llena todo.

Tablones de madera, papel de pared desgastado, humedades en el techo. Todo cubierto por un par de capas de silencio; oscuras y espesas capas de silencio, sin escalas ni degradados. Ni luz en la ventana, ni reflejo en el espejo, ni vistas por el balcón. Solo libros en blanco, tirados, amontonados, sin ni siquiera un caos que lo rija.

Crucigramas medio llenos y botellas medio vacías. Sin mí. Sin ti. Sin él ni ella. Y mucho menos sin nosotros. Sin ojos grises, manos cálidas y mejillas rosadas. Ni la esperanza de encontrar tierra firme donde poder buscar un tesoro. A lo mejor tú tenías razón. A lo peor yo la tenía. O puede que los dos nos equivocáramos.

No hay tiempo para improvisar, ni normas que digan que no, ni razones para decir que sí. Sin sueños para dormir, ni razones para levantarse. No existe el dolor, ni el placer, ni el miedo, ni la pasión. No hay gritos. No hay gemidos. No hay susurros. Nada. Nunca. Ninguna persona. Ningún lugar.

Monotonía. Rutina. Líneas rectas. Sin inicio. Sin fin. Sin subidas. Sin bajadas. Grises y recuerdos. Ganas de llorar. Fantasmas de personas que quizás nunca existieron. Y soledad, eternos inviernos de fría soledad. Intentando llenar hojas en blanco con palabras agudas, vidas llanas y tristezas esdrújulas; pero sin tener nada a lo que poner acento. No hay introducción, no hay nudo, no hay desenlance. Sin finales felices. Sin "había una vez"... Quizás es que esa vez no había. Quizás es que nunca hubo.

Abro los ojos. No me veo. No te veo. Nos nos veo.

Y pienso que ya no merece la pena volver a mirar. Nada. Nunca. Ninguna persona. Ningún lugar.



miércoles, 25 de noviembre de 2015

La caja de música

Le consideraban una mujer fuerte. Y digo mujer porque, aunque tuviera dieciocho años, si te perdías en la inmensidad de sus ojos grises, podrías llegar a comprender un poco la bruma que esconde todos sus sentimientos más ocultos y es que sus ojos gritaban experiencia y dolor, y notabas que esa bruma había sido bañada por el mar en muchas ocasiones. Y digo fuerte porque, detrás de todos los grises y toda la bruma, brillaba una sonrisa que hacía como de faro dentro de la tormenta.
Echaba de menos su pelo largo con el que se hacía una trenza, pero había encontrado la manera de verse guapa en el espejo con el pelo corto que le iba creciendo. Echaba de menos salir a correr, pero había sabido descubrir mundos infinitos en los libros e incluso se había atrevido a crear ella misma alguno. Había sabido acostumbrarse, e incluso conseguir ver de forma positiva, casi todos los cambios que le había traído la vida. Todos menos uno.

Su familia y sus amigos estaban alucinados. Después de ver como ella tuvo que luchar contra viento y marea, de ver como esa larga melena rubia cayó de golpe de la noche a la mañana, de verla llena de tubos y máquinas con pitidos extraños y confusos; no podían creer que siga sonriendo y con esas ganas de comerse el mundo. Y es que ellos, aunque no esté bien decirlo, siempre tuvieron el presentimiento de que no podrían volver a compartir un café y una charla juntos. Pero hay veces que el quiero le gana la guerra al puedo... Y el cáncer no sale victorioso.

Pero, aunque diera la sensación de que todo iba bien y que había esquivado todo daño grave, algo le había golpeado en el pecho y, como secuela, a ratos se quedaba sin respiración y con ganas de llorar. Solía esperar a que toda la casa estuviera calmada y se oyera la respiración tranquila de sus padres durmiendo. Entonces sacaba la pequeña cajita, se sentaba en la cama y respiraba hondo. Nada más la abría, escuchaba las primeras notas y veía a la pequeña bailarina dando vueltas, le salía alguna lágrima. Entonces se veía en el espejo que había en el reverso de la tapa, cerraba los ojos y se imaginaba con su antiguo traje de ballet dando mil y una piruetas. Después se veía en el teatro de su pueblo enseñando como podía derrochar sentimiento con cada delicado movimiento de su cuerpo. Y siempre acababa el sueño en un escenario enorme ante cientos, quizás miles, de personas flotando por encima de la ovación del público. Cuando el aplauso terminaba, volvía a abrir los ojos y lo único que veía era el agua que caía por sus mejillas y que moría en su barbilla.

Acababa la noche mirando hacía arriba y recordando el momento en el que su abuela le regaló la caja de música una tarde después de un ensayo de ballet. Entonces susurraba: "Lo siento, abuela. No lo he conseguido" y esperaba que ella le diera un poco de fuerza para no seguir clavándose los pedazos de su sueño roto justo en el centro de su alma.


domingo, 15 de noviembre de 2015

París

Por fin llegó el día. Te vestiste con el vestido azul de tirantes que te regalé por tu cumpleaños. "Eres preciosa". Ya lo sabía desde el momento en el que te vi y me aseguré de ello en el momento en el que te vi con mi sudadera enorme y el moño de andar por casa; pero al ver como se ajustaba el vestido a tu cadera y como te sentaba la espalda descubierta tuve que exclamarlo. "Eres preciosa". Me sonreías mientras me pegabas un puñetazo cariñoso en el hombro. "No seas tonto" respondiste mientras entrabas en el ascensor de ese hotel. Sabía que nunca lo aceptarías, pero estaba seguro de que tenía cogida de la mano a la mejor mujer del mundo... Puede que no fueras la mujer más hermosa del mundo, ni  la más lista, ni la más alta quizás... Pero eras quien conseguía que dejará de estar de morros con solo unas palabrejas, eras quien me animaba a luchar por todo ello por lo que había soñado desde hacía tanto, eras quien daba los besos que más me gustaban, eras la que conseguiste hacerme creer que la magia había creado una mujer a mi medida y me la había regalado... Eras mi razón de ser, de existir y de todo. Y cada minuto que sentía tú piel con la mía, el sentimiento se hacía más y más fuerte.

Salimos la calle en una maravillosa noche de noviembre, y diste una vuelta sobre ti misma mirando a todo lo de tu alrededor. Sonreías tanto y tan bonito... "No me puedo creer que por fin hayamos podido viajar a París" suspiraste al viento antes de darme uno de tus besos. Dimos un paseo aprovechando que era de noche. Mirábamos a las preciosas luces que brillaban como estrellas en el cielo... aunque ninguna daba más luz que tus ojos llenos de ilusión. Llegamos a la Torre Eiffel y la observamos en silencio. Te abracé por detrás y dijiste que era preciosa. "Pues estoy seguro que hoy brilla por ti" te respondí mientras te apretaba entre mis brazos. "Tonto" , repetirte, y como solía ser costumbre tras decir esa palabra, me besaste como solo tú sabías.

Acabamos el paseo en un pequeño y precioso restaurante lleno de cristaleras donde veíamos la actividad de toda la ciudad, el ir y venir de la gente. Pedimos cada uno nuestros platos y disfrutamos robándonos la comida y picoteando del otro mientras hablábamos sobre el plan que realizaríamos ese fin de semana: subir hasta lo alto de la Torre Eiffel, colgar nuestro candado en el puente de los enamorados, callejear hasta perdernos... Vamos, lo que sería el típico plan de turista. Lo que hace todo el mundo pero contigo, lo que lo haría único y especial.

Pedimos los postres y, mirándonos a los ojos, pusimos los dos al centro y compartimos nuestra gran pasión juntos. Nos dimos besos con sabor a chocolate, besos con sabor a caramelo, besos con sabor a nata... Y para cerrar la cena, descorchamos una botella de champán y brindamos por nosotros, por estar en París y por ser felices. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y me aclaré la garganta. Dije tu nombre y justo cuando iba a empezar a actuar,  un grito rompió el ambiente y nos hizo girar la cabeza a todos.

Los siguientes segundos ocurrieron en cámara lenta. Vi como entró en el restaurante un hombre con un arma entre las manos. Vi la cara de sorpresa en la cara de la gente de las mesas de al lado. Vi tus ojos empañados y rotos, no sabiendo encajar la situación. El hombre gritó algo que no supe entender y entonces abrió fuego. Vi como una de las balas tomaba una trayectoria fatal y como tu vestido azul se teñía de rojo rápidamente. Grité como nunca antes había gritado en mi vida antes de que una de las siguientes balas me alcanzara, pero entonces yo no sentí nada, todo mi dolor estaba en tus ojos grises e inertes. Sé que caí en redondo y que mi mano salió del bolsillo de mi pantalón. Pude oír durante mis últimos segundos de vida como la pequeña caja que tenía en mi mano caía a mi lado y se abría y el anillo que había dentro se rompía haciendo un ruido que para mí era más ensordecedor que cualquier otro ruido. Un ruido que destrozó en mi cabeza la idea de verme arrodillado en medio del restaurante mientras tú llorabas. Un ruido que destrozó en mi cabeza la idea de verme formando contigo la familia que siempre había soñado.

Y durante mi último segundo de vida recé para que al abrir los ojos estuvieras tú con tu vestido azul diciéndome "Sí quiero".

jueves, 12 de noviembre de 2015

No sabía

No sabía que la soledad amargara el café, que el silencio cortara la leche.
No sabía que esta cama era tan grande, que las cuatro de la mañana existían sin tus besos.
No sabía que el espacio que mis dedos recorrían entre los lunares de tu espalda llegarían a convertirse en años luz.
No sabía lo que significaba nuestra canción hasta que las notas me ahogaron al dejarme sin aire.
No sabía que tu "Para siempre" iba con fecha de caducidad.
No sabía que tenía que tomarte en pequeñas dosis para que no me sentaras mal.
No sabía la gran mentira que era eso de "Lo bueno, si breve, dos veces bueno".
No sabía que necesitaba respirar tus suspiros, que el compás de tus andares marcaba el ritmo de mi corazón.
No sabía lo que arriesgaba ni lo que perdí cuando la vida me dijo "Lo sentimos, inténtelo otra vez".
No sabía que en este caos no hubiera ni un poquito de orden.
No sabía que llovería tanto, que la lluvia se volvería granizo, que el granizo rompería mi paraguas.
No sabía que me costaría tanto recoger este desorden ni que tendría que hacerlo solo.
No sabía que, después de nuestra tormenta, doliera tanto la calma.
No sabía que los dos puntos que ponías tras mi nombre al inicio de tus cartas no se hayan colocado detrás de este punto para volverlo suspensivo...
No sabía que tú querías hacerlo punto final.
No sabía que me tocaría volver a caminar solo.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Encogidos

Viven encogidos. Pequeños. De espaldas. Como si fuesen frío. Como si fuesen hielo. Parece que los años les han hecho pesar más. Parece que los años son culpables. Parece que los años les han cortado las alas a su sueño. Saben que les falta algo pero intentan disimularlo. Fingen que no saben que han sabido. Fingen que han olvidado que algún día aprendieron. Fingen que no buscan lo que algún día encontraron. Se enconden tras una máscara de amores de plástico. Una máscara de amores de menos de cien besos. Una máscara de amores que juegan a no ser nada. Pero de repente, el juego se vuelve demasiado serio y la máscara se rompe. Se les ve llorar. Lloran el uno por el otro. Lloran por todo el tiempo feliz que han tirado a la basura. lloran por el desierto sin oasis que parece eterno. Quizás es que intentan entenderlo. Quizás es que no entienden el intentarlo.

Por la noche se hace más presente. Por la noche se nota más. Cuando se tumban cada uno en su fría cama y no tiene a nadie a quien abrazar. Y no hay beso de buenas noches. Ni siquiera hay un buenas antes de la palabra noche, y cada día es igual que el anterior. Entonces algo pequeño nace en su interior; dentro de cada uno. Dos pequeños niños que vuelan en la noche esquivando las estrellas. Dos pequeños niños que vuelan para encontrarse. Dejan atrás los cuerpos pesados y se ponen frente a frente. Entonces, alzan la mano e intentan tocarse; pero cuando sus palmas están a escasos milímetros, los cuerpos pesados empiezan a sentir un dolor profundo. Abren la caja de recuerdos y se autodestruyen intentando convencerse de que lo que hacen es lo mejor. Y a los dos niños les toca volver a sus jaulas pesadas. Llorando porque sueñan con vivir esquivando las estrellas para siempre. Llorando porque saben que cada noche son más pequeños. Llorando porque saben que no les falta mucho para desaparecer para siempre dentro de ese cuerpo pesado. Y sobre todo, llorando porque saben que nunca jamás lograrán volver a tocarse.




sábado, 15 de agosto de 2015

La chica del columpio

"Ocurre todas las tardes. Ella sale y ocupa el asiento del viejo columpio del jardín. Se sienta y baja la cabeza, haciendo que su largo pelo negro tape la mitad de su cara. Creo que cierra los ojos. Y puede que hasta se le escape alguna lágrima de vez en cuando.
Nunca se mueve. No balancea el columpio. No levanta la cara. Casi ni se la ve respirar. Y ahí pasa las horas; sentada, sola, triste. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes.
Y da igual que llueva; se moja y se puede ver como las gotas resbalan por toda ella mientras que parece que para ella no existe esa lluvia. Por mucho calor que haga, el sol solo hace que su pelo negro  brille con fuerza. Y el viento solo le revuelve el pelo. Ella no mueve un músculo. Ella sigue allí; sentada, sola, triste."
Me callo y miro al suelo hasta que una voz me hace volver a la realidad. "¿Tú la sueles ver?". Suspiro. "Cada vez que cierro los ojos". Hay un silencio. Un fuerte silencio... Hasta que la voz lo rompe. "¿Y por qué crees que eso pasa? ¿Por qué crees que ella está en el columpio?". Espero un minuto, levanto la mirada y empiezo a hablar, casi de manera automática.
"Quizás porque ella se fue de repente. Quizás porque ha entendido todo lo que dejó atrás el día que decidió marcharse. Quizás porque no encuentra una persona que la quiera tanto como el chico que tuvo antes... Quizás porque ha olvidado cómo ser feliz".
Una lágrima me recorre la cara. Puedo sentirla. Y quema. Quema por el recorrido que hace en mi cara. La voz vuelve a hablar. "¿No puede ser que en realidad esa chica no es la que está sentada, sola, triste? ¿Puede ser que sea otra persona? ¿Puede ser que...?"
"¿Que esa persona sea yo?", interrumpo, "¿Que la persona a la que ha abandonado esa chica sea yo?". Sonrío con un gesto roto y miro a los ojos a la persona que me habla. "¿Por qué crees que estoy hablando con un psicólogo sino?"

viernes, 7 de agosto de 2015

La tercera taza

Todavía me quedo mirando como un tonto a las tres tazas del desayuno. Lo hago mientras remuevo mi café con la cucharilla y pienso en el día que tengo que empezar. Y entonces recuerdo todo lo que hemos vivido y lo que significan para mí estás tres simples tazas.

Fue el día de nuestra boda cuando recibimos una caja que dentro tenía tres tazas. En una, ponía la inicial de mi nombre, en otra, la inicial del nombre de mi esposa y en la última, en la que estaba en medio, ponía el símbolo "&" como queriendo simbolizar nuestra unión. No sé por qué, pero me encantaron esas tazas y las coloqué en un estante de la cocina donde se podían ver perfectamente. Cada mañana yo usaba mi taza para tomar mi café solo y ella usaba la suya para tomar su café con leche. Y allí se quedaba la tercera taza, sola, sin usar, observando como desayunábamos día tras día.

Fue pasando el tiempo y unos pocos años después una pequeña personita empezó a gatear entre los pasillos del piso. Recuerdo lo felices que éramos con las tardes de parque en familia y viendo los dibujillos animados que a la pequeña le encantaban. Pero un día eso cambió. Pero un día todo cambió.

A mi mujer la despidieron de su trabajo. Nos vimos muy apurados hasta que ella encontró otro trabajo. Y aunque pensamos que volveríamos a ser tan felices como antes, nos dimos cuenta que estar faltos de dinero no era lo peor que podría pasarnos. Y es que nos pasó algo peor... Y es que pensábamos que de lo que andamos faltos era de amor.

Mi mujer trabajaba hasta tarde en un trabajo que no le gustaba. Echaba de menos su anterior empleo y llegaba a casa cansada y generalmente de mal humor. Empezaron las tensiones. Discutíamos cada dos por tres. Nos gritábamos, nos decíamos palabras que nos hacían mas daño que cualquier bala, nos atacábamos con silencios eternos. Dividimos la cama en dos, pusimos una frontera entre nosotros. Deje de llevarle la taza de café a la cama. Empecé a temer lo peor y cada vez los días eran más largos. Llegue a creer que estaba casado con una completa desconocida.
Me di cuenta de que me olvidé de lo más importante. Una mañana más, una mañana gris como todas las mañanas desde hacía años, estaba preparándome mi café y noté que algo tiraba de la manga de mi pijama... "Papá." dijo una voz bajita y llena de sueño "Siempre me ha gustado esa taza, y ya que soy mayor, ¿puedo tocar mi cola-cao ahí?" dijo señalando la taza con el símbolo de & "Mamá siempre desayuna en la taza con la letra A y tú siempre con la que tiene la letra E, ¿puedo empezar a usar yo la taza de la letra rara?". Algo se encendió en mi cabeza y tras prepararle el desayuno a mi hija fui a mi cuarto, a nuestro cuarto, con una taza de café con leche y una conversación pendiente.

Y aquí estamos un tiempo después. No puedo decir que seamos felices como antes, pero he de decir que lo estamos intentando. Desde esa mañana ambos nos dimos cuenta que, al igual que a las dos tazas con nuestras iniciales les unía la taza con el símbolo de &, nosotros ahora teníamos algo que nos unía y por lo que merecía la pena luchar e intentar seguir adelante. 
Empezamos a esforzarnos y a darnos cuenta de que en este tema que es el amor importa mucho sacrificarnos por el otro.
Y así es como la tercera taza consiguió salvarnos. Puede pareceros una auténtica tontería, pero cada mañana veo la taza con la & y sonrío al pensar que no estamos tan lejos de ser felices.

viernes, 31 de julio de 2015

Fuegos artificiales

Me contaron que hay personas que son como fuegos artificiales. No todos, pero sí unos cuantos. Suben rápido y de forma muy sonora frente a un montón de personas que les observamos con asombro y con mucha expectación. No se les ve mucho en un principio, pero sabemos que están ahí, preparándose, creciendo, unos subiendo más alto, otros más bajo. Después desaparecen durante un breve instante. No es demasiado tiempo, pero es el suficiente como para que dentro de nosotros se cree la tensión y las ganas de saber qué pasará aunque ya lo sepamos. Total, siempre pasa lo mismo...

Y de repente explota, creando miles de luces y un ruido que rompe el silencio de una manera desgarradora, como si fuera el último grito de ayuda, como si fuera el canto de un cisne.

Y cae. Empieza a caer. Sin control. Sin luces. Sin sonido. Sin nada. Y ninguno nos fijamos en las cenizas inertes que se posan en el suelo porque antes de que nos demos cuenta habrá otra pequeña luz que empieza a subir y que sin duda correrá la misma suerte que la anterior luz; pero no le importará a nadie, porque al fin y al cabo para eso están los fuegos artificiales, ¿no? Para ver cómo algo sube y explota. "Ha estado bien, vámonos" nos iremos pisando todas esas cenizas y preguntándose cuándo son los siguientes fuegos artificiales.

Tengo miedo. Me gustaría no tenerlo y volver a disfrutarlo como antes. Volver a asombrarme al ver las luces que explotan y ruidos que ensordecen. Pero desde que me dijeron esto soy incapaz. Soy incapaz de no tener miedo a los fuegos artificiales.


jueves, 18 de junio de 2015

El chico con la televisión encendida

Realmente hay noches que me pasa. Suele ser tras esos días eternos en donde todo ha sido especialmente duro. Apago la televisión para irme a dormir y me quedo durante unos minutos mirando la pantalla apagada y negra. Cualquiera que me vea en esos momentos debe de pensar que se me ha ido la cabeza o que directamente me he quedado dormido con los ojos abiertos. Pero es cuando veo la inerte inmensidad negra cuando me veo; pero no como si me viera en el espejo del cuarto de baño, me veo unos cuantos años atrás, antes de que yo me convirtiera en esto. Veo al chico con la televisión encendida.

Le veo parecido a como estoy ahora; sentado en un sofá; mirando absorto la pantalla de un televisor, solo que él tiene la pantalla encendida y no se pierde ni un segundo de todo lo que ocurre en ella. Si yo no conociera su historia, podría pensar que es un chico más, como los cientos de chicos que hay a su alrededor. Un chico más pasando los ratos muertos mirando la caja boba. Pero yo veo más allá, puedo ver la cicatriz que esconde esa piel gruesa, puedo ver todos los detalles que su mirada esconde. Y puedo ver lo infeliz que es.

El chico con la televisión encendida se maravilla con el mundo que muestra la televisión, con esas ciudades luminosas y gigantescas donde un montón de gente consigue sus sueños y no puede evitar comparar ese mundo fantástico y lleno de música con su realidad, viviendo en la montaña rodeado de ese gran bosque en pleno silencio. De vez en cuando, decepcionado, mira por la ventana pensando que podría estar en cualquier otro sitio y siente que realmente no está en su sitio. Y nota en el bosque de su interior un murmullo, como si el animal que tiene dentro estuviera vivo y deseando salir.

Él vive bajo la presión constante de su padre y siente que su familia no le entiende. Y cuando se encierra y enciende la televisión sueña con correr a la ciudad y buscar el cambio de su vida. Sueña con demostrar lo que realmente vale. Sueña con tener una vida de película, como las que ve todos los días en la pantalla. Cree que en el País de los Sueños, donde todo puede ser posible, hay muchísimos programas que él podría ver... e incluso vivir. Y, cegado por la bonita luz que no puede dejar de mirar, exclama en voz alta: "Todo está bien... pero yo aún no he terminado".

Realmente me da mucha pena observar al chico con la televisión encendida, con sus ojos llenos de luces falsas y ruidos que rompen el silencio. Realmente los sueños eran vendidos baratos en aquellos días. El chico con la televisión encendida ahorró  y en cuanto pudo se marchó a la ciudad a vivir esa gran vida que le vendían a diario, y llegó a transformarse en un hombre con un trabajo mediocre viviendo en un piso enano dentro de una ciudad agobiante. Por esos estúpidos sueños adolescentes de descender a la ciudad he echado mi vida por la borda. El chico de la televisión encendida buscaba luces y ruidos, yo personalmente busco lo contrario.

Quizás él mismo no de dio cuenta del paraíso en el que se encontraba, una casa idílica en medio de la montaña y silencio alrededor... O quizás es que siempre querenos lo que no tenemos. La realidad es que, aunque parezca mentira, aquel chico con la televisión encendida y yo somos la misma persona. Y, por muy duro que parezca, tenemos que aceptar que lo que nos vendía el televisor no era más que una pantalla de humo vacía.


sábado, 6 de junio de 2015

Cuando durante cinco minutos se para el mundo.

Tenía que contarlo. Es más, siento que tengo que gritarlo al mundo, porque lo que viví hace un par de noches es de lo mejor que he vivo en mucho tiempo y todo es gracias a la música; pero no a cualquier música, a la música de verdad. La que te coge y te transporta a un lugar que no conocías y en el que no puedes estar mejor. La que te entra directa del oído al corazón. La que te hace sentir como solo ella puede. Juan Zelada + grupo invitado.

Tengo que decir que tengo una debilidad por la música. Siento que ella es gran parte de mí y que podría pasarme toda mi vida escuchándola y sintiendo todo lo que ella me tenga que decir. Ahora bien, tengo un gusto muy personal e intento conocer música que no esté tan metida en el mundo más famoso. Y os puedo asegurar que allí hay mucho diamante en bruto y mucha música esperando llegar a alguna persona y conseguir emocionarla. O hacerla bailar. O hacerla cantar. O hacerla llorar. Y allí es donde reside la magia. Preparaos que lo que os voy a contar no es ninguna tontería.

El comienzo de la noche nos lo daba un grupo invitado llamado Boss & Over. No los conocía, es más, ni siquiera sabía que iba a tocar otro grupo. Pero allí estaban y llegaban con fuerza con toques swing, indie, soul, rock... Y mucha, mucha energía. Con una poderosa voz femenina y cuatro grandes músicos canción a canción fueron cautivando a un público en que la mayoría venían por ver la actuación siguiente. Y consiguieron meterse a ese público en el bolsillo.

Permitidme decirlo, fue brutal. Creo que hacía tiempo que no descubría algo tan genial y les tenía allí, a escasos metros, dándolo todo en el escenario con un estilo muy original que no había escuchado antes a nadie y con un buen rollo que no te dejaba dejar de sonreír y te dejaba continuamente ganas de bailar. Durante aproximadamente una hora consiguieron llenar toda la sala de algo muy especial y personalmente a mi me ganaron. Es más, después de este viaje he vuelto a casa con un CD nuevo. Y Boss & Over son los únicos culpables de ello.

Terminaban ellos y se subía al escenario Juan Zelada con su espectacular banda. Y aquí tengo que pararme.

Tengo que explicar que Juan Zelada es importante para mí. Es diferente a cualquier otro artista. Yo hace relativamente poco que conozco a este artista. Me remonto a agosto del año pasado cuando sale el cartel de conciertos de fiestas de Bilbao. Y entre ellos un nombre que me llama la atención... Sábado 23 de agosto: Juan Zelada+Russian Red. Decido buscarle en YouTube para ver cómo era ya que, no os voy a mentir, una amiga quería ir a ver a Russian Red. Y menuda sorpresa me llevé con este hombre. Con este artista como una catedral de grande.

Y aquí llega lo bonito. En pleno concierto de Juan Zelada, escuchando una canción que compuso para un amigo acelerado que tenía,  yo cumplí mi mayoría de edad. Y la verdad es que este año ha llenado mi móvil con canciones suyas. Y en el mismo momento que supe que el Corte Inglés tenia su disco, fui corriendo a comprarlo. Meses esperando a que volviera a pisar Bilbao y cuando por fin lo hace, me ponen un examen final de la universidad al día siguiente. Con mucha rabia, pero aceptando las circunstancias, acepto que voy a tener que dejar pasar esta oportunidad.

Ahora entenderéis por qué me alegro tanto de poder haber coincidido por casualidad con este hombre en Madrid. Y por qué considero que he tenido gran suerte con este concierto.

No quiero extenderme mucho, porque por mucha parrafada que os cuente no voy a poder ni acercarme a lo que es este hombre sobre un escenario. Porque a Juan Zelada y a su (grandisima) banda hay que escucharles para entender todo esto que digo. Pero os puedo asegurar que cada minuto en que esos cuatros genios hacían música conseguían que algo dentro de mí se moviera de manera espectacular. Creo que nunca he sentido tanto escuchando música. Y os aseguro que afirmando eso, afirmo algo muy grande.

Porque no sabéis lo que es que tras corear ese cántico de "otra, otra" aparezca Juan Zelada en escenario, se enfunde su guitarra acústica y se ponga a cantar a un escaso metro de ti una canción que no conoces pero que te da la sensación de que es la cosa más bonita que has escuchado en tu vida. Y es en ese momento, cuando durante cinco minutos se para el mundo y te da la sensación de que todo tu alrededor ha desaparecido, cuando te das cuenta de que la magia no siempre tiene que tener truco. Que a veces la magia no tiene que ser un mago sacando un conejo de la chistera. Que a veces la magia es una voz acompañada de una guitarra que te consiguen poner los pelos de punta. Porque a veces la magia es Juan Zelada.


Allí os dejo mis dos recomendaciones. Os gustarán o no, no lo sé, pero son artistas a los que merece la pena escuchar. Esto es música de la de verdad, de la pura y dura. Y quizás no sean tan famosos, al menos no como deberían serlo, pero no siempre la fama implica calidad... Y ellos son el claro ejemplo de esto.

lunes, 1 de junio de 2015

Parchís

Un, dos, tres. ¡Al escondite inglés! Jo, esto no es divertido, mi osito Luffy no juega tan bien como cuando juegan mis papás. Pero ahora mamá está preparando la cena y papá está preparando un viaje largo, así que no está en casa. No sé a dónde se va, pero va a pasar muchos días fuera. Y estoy triste, porque con mi papá me lo paso muy bien, pero cuando yo me voy de viaje o de excursión con el cole, me lo paso muy bien y seguro que él se lo pasará genial. Además me ha prometido jugar conmigo esta noche, antes de que se vaya. A ver si llega ya.

No me lo puedo creer, ¿dónde está? Había prometido jugar con la pequeña. Mañana se marcha y no va a despedirse de su hija. Ya tengo la cena preparada y en poco rato nos debemos de ir a dormir. Todo esto nos está afectando demasiado y no sé qué será cuando se vaya. Por favor, llega pronto.

Me he retrasado. Todo por el papeleo. Un mes llevo preparando el viaje y la noche anterior todavía ando así. Se lo había prometido, una última partida de parchís y una última chocolatina de caramelo. Siempre podré dejársela en su mesilla, al lado de su lamparilla en forma de mariposa. O debajo de su almohada, aunque el Ratoncito Pérez no tenga hoy nuestra casa en su ruta nocturna. No me lo puedo creer, me va a ser imposible llegar pronto.

Ya he cenado y mamá me ha dejado estar un ratito más que todos los días. Pero no llega ¿Por qué no llega? Papá me prometió una partida de parchís. Iba a hacerle enfadar cogiendo el cubilete verde, como hacemos siempre. Se pone rojo y es muy gracioso. Luego coge el azul y empezamos. Jo, ahora que sé contar bien. Ya no hay tiempo. Está muy oscura y las farolas llevan mucho tiempo encendidas.

Se ha hecho demasiado tarde. No me puedo creer que no estés aquí. Ya sé que no es tu culpa, pero mañana hemos de madrugar y ya es hora de apagar las luces. Me dijiste que la primera noche sin ti a mi lado no vendría hasta mañana, pero aquí estoy, arropando a nuestra hija e intentando resolver sus dudas. Y no quiere jugar al parchís conmigo. Solo te pido que te despidas de ella. No verá  a su padre en mucho tiempo y quizás… No, mejor no pensarlo.

Hace ya una vuelta de reloj que mamá y yo nos hemos ido a dormir, pero no pienso cerrar los ojos hasta que vuelva. Aunque no juguemos al parchís  quiero un beso de esos que pinchan. Da igual lo que tenga que esperar, si abrazo a Luffy seguro que no me quedo dormida. Espera, ¿qué son esos ruidos?

Por fin en casa, por última vez. Todo está apagado, todo está en silencio. Perdí la oportunidad. Una brisa de viento frío entra por la ventana de la cocina y me acerco a cerrarla. Aprovecho para mirar por la ventana. Parece mentira que deba abandonar el bar de la esquina, la estatua de la plaza, el “buenos días” de la panadera. Me giro y escucho un ruido. Pequeños pasos acercándose de puntillas. Frunzo el ceño, preparándome para reñirla. Pero no puedo, no hoy, no ahora, no con la sonrisa que se me escapa por la boca.

Está aquí. ¡Aquí! Corro a abrazarle y a que me dé un beso. Es muy tarde y mañana tengo cole, pero da igual. Papá está llorando, ¿qué pasa? Se va de viaje y va a pasárselo bien. ¡Ya sé cómo hacer que deje de llorar!

No me lo puedo creer. Una pequeña mujercita con cara de sueño y pelo largo y despeinado se ha acercado corriendo hacia mí y se ha perdido entre mis brazos. No he podido aguantarme, he roto a llorar. Ahora, en este momento, soy feliz. Mi pequeña me ha dicho que espere, que ahora vuelve. No sé qué querrá, pero yo ya sé lo que voy a hacer.

¿Dónde están? Sé que los guardé por aquí… Están desde la cabalgata de reyes, papá me los dio y me dijo que era la niña más bonita de todas. Yo creo que se pasa, pero… Es papá. ¡Ah! Aquí están, quedan tres. Voy a dárselos.

Estoy en el salón y enciendo la pequeña lámpara, no quiero romper la magia que envuelve esta noche, y lo preparo todo. Al de poco viene ella susurrando “papá” con algo entre las manos y me lo da. “Caramelos” dice “siempre que lloro me como uno y dejo de llorar”. Si es que me la como. Además, son de mora y es su sabor favorito. Los ha guardado para comérselos los últimos y me los da. Para que no esté triste. Increíble.

Papá parece más contento. ¿Lo ves? Los caramelos son lo mejor. Un momento, ¡el parchís! Está todo puesto, las cuatro fichas de cada color en cada casita y los cubiletes con los dados al lado. Vamos a jugar, como me había prometido. ¡Bien! Voy a ganar seguro. Pero hoy… Igual le dejo a papá ser el verde. Eso sí, ¡quiero ver como se enfada!

Va, como siempre. Ella coge el cubilete verde y yo me “enfado” y me pongo rojo. Y ella ríe, enseñando el hueco del diente que le falta. Ríe, rompiendo el silencio de la noche. Ríe con la mayor de las inocencias. Me dirijo a coger otro cubilete cuando ella suelta esas palabras.

“Toma”. Papá me mira con los ojos muy abiertos. Sonríe y me dice que da igual, que sea yo el verde. Pero no, hoy no me toca. “Ya cojo yo el azul”. Es el color del cielo y del mar y es muy bonito. Solo espero sacar un cinco y salir pronto.

Cojo el cubilete verde por primera vez en mucho tiempo, en muchísimo tiempo. Se me va a salir una lágrima, pero no puedo permitirme robarle más caramelos. Toca sumergirse en un mundo de buscar los cincos, de comer una y contar veinte y de desear dos seises, pero nunca tres. Pero hoy pierdo, sus ojos brillan con fuerza. Hoy está valiente, hoy está poderosa.

Has sacado un seis, ¡tienes que romper barrera! Un tres. Un, dos tres. Te como. ¡Cuento veinte! Otro cinco, todas mis fichas fuera. No me puedes comer, estoy en una casilla con seguro. Hoy todo sale bien, voy a ganar.

¿Qué es ese ruido? Son las tres de la mañana y sigo durmiendo sola en el colchón que de cada vez me parece más grande. Me levanto y siento el frío suelo y un escalofrío recorre mi espalda. Me dirijo hacia la pequeña luz que se refleja cerca del salón, como si fuera una polilla en una cálida noche de verano. Me asomo con cuidado apoyándome suavemente en el marco de la puerta. Y lo veo todo. Ahí están agitando cuidadosamente cubilete y moviendo con el dedo índice las fichas. No puedo evitar sonreír al verlo. Lo conseguido. Lo he vuelto a conseguir. Ha cumplido su promesa. Con mucho cuidado vuelvo a la cama y ahora me da igual que la cama sea grande, sé que si no está a mi lado es porque está en un sitio en el que se necesita más.

Un dos. Uno y dos. Cuarta ficha metida en la casilla del centro. Final del juego.  He ganado. ¡He ganado! Es la primera vez que gano al parchís. Papá sólo llegado con dos fichas. Es verdad que he tenido mucha suerte, pero he ganado. Es lo importante.

Lo ha hecho. Ya sabía yo. Hoy era su día y lo ha aprovechado bien. Son las cuatro de la mañana, pero no soy capaz de mandarla a la cama, no soy capaz de nada. Sólo puedo quedarme en el sofá y escucharla y mirarla. La inocencia que desprende con cada palabra comida con la ilusión de su mirada. Sólo puedo sonreír al verla ¿Cómo una cosa tan pequeña me hace sentir una cosa tan grande?

“Y hoy en el cole he jugado con Paula y las demás al escondite y he sido la que más tiempo ha estado escondida y no me han podido encontrar. Y mañana por la tarde tenemos merendola por el cumple de Sonia y le vamos a regalar una muñeca de…”

Suena una respiración tranquila y suave al ritmo del silencio la noche. La llevó la cama y la arropa junto a su osito. Le doy un beso de buenas noches, de buenos días y buena vida. No puedo evitar soltar una lágrima y acto seguido me llevo la mano al bolsillo y cojo uno de los dos caramelos que me quedan. Me lo como y me dirijo salón. Guardo el papel en el cubilete verde. Recojo todo y salgo al balcón a ver amanecer y a que frío me despierte un poco. Porque ya no tengo fuerzas para ir a la cama y empezar a soñar.

Abro los ojos llenos de legañas y antes de fijarme siquiera en la hora que marca el reloj de la mesilla, observó que el otro lado de la cama sigue intacto. Cojo una bata y camino por el pasillo hasta el salón y me quedo en el marco del balcón. Tras un rato de silencio, suena una voz “Hay café en la cocina”. Pego un brinco y voy a por el café. Cuánto odio que haga eso… Y cuánto lo voy a echar de menos. Vuelvo con dos tazas y le doy una. Me mira, sonríe y coge la taza. Me quedo ahí de pie. Hasta que no puedo más. “¿No tienes miedo?”. Empiezan a brotar lágrimas de mis ojos y no puedo evitar temblar. Y me siento tonta, porque he tenido mucho tiempo para asimilarlo y mírame. Me giro y me dispongo a irme, mientras un pequeño río fluye por mis mejillas, hasta que unos brazos me rodean y me llenan con un calor que me recorre todo el cuerpo.

“Claro que sí. Tengo miedo de que éste sea nuestro último abrazo. Miedo de que este viaje sólo tenga billete de ida y de perderos a vosotras en el trayecto. Miedo de que no volvamos a compartir una cafetera. De que no vuelvas a ver mi cara de dormido y de que no pueda velar más viéndote dormir. De que no paseemos más de la mano en primavera y de que no existan más noches mirando las estrellas. Miedo de perderme, miedo de perderte y miedo de que me pierdas. Claro que tengo miedo, estoy aterrado... Pero, es lo que debo hacer y me tocará cada día levantarme y echaros de menos. Sí. Pero sabes que pase lo que pase estaré allí.”

Lo ha vuelto a hacer, ya estoy sonriendo. En un momento como el de ahora estoy sonriendo. No me lo creo. Es el mejor. Va llegando la hora de que se vaya y, por mucho que miro hacia la puerta la maleta no desaparece. Cada segundo que pasa me intentó unir más a él, hasta que, diez minutos antes de la hora cero, él se levanta y se marcha deprisa hacia el pasillo.

“Un segundo”. Tengo que hacer una cosa importante. Busco en el bolsillo de mi chaqueta, cojo la chocolatina con caramelo y me acerco a la habitación de la pequeña. La observó dormir. Qué preciosa es. Un pequeño ángel brillando con luz propia. “Te quiero”. Le doy un beso antes de dejar la chocolatina sobre su mesilla y abandonar la habitación bajo la tenue luz de la mariposa. Mira el reloj. Ya está. Llegó el momento.

He temido este momento desde hace semanas y aquí está. Y tú te vas y nos dejas aquí. Te abrazo y lloro, intentando aferrarme a ti para siempre. Sabes que mis lágrimas te están mojando la camiseta por la parte los hombros, pero te da igual. Me agarras con tus grandes manos, me miras a los ojos y me sonríes. Pero tú tampoco puedes resistirte a soltar la lagrimilla. Y entonces nos volvemos a abrazar y nuestras lágrimas se hacen una y resbalan juntas. Coges la maleta y te vas. Y me quedo en el umbral de la puerta con la mirada perdida y  la palabra en la boca. Camino hasta el balcón y observo como despierta el mundo para empezar un día más. Ignorando todo lo que esta noche ha pasado en este piso.

¡Ay! Qué raro, no ha venido mamá a despertarme hoy y ya parece que es de día. ¿Dónde está mamá? A ver… Está en el salón sentada en el sofá y me dice que ha llamado al cole, que no hace falta que vaya hoy, que necesitaba dormir. Pero mamá está sola. ¿Y papá?

Me embarco y comienza con este viaje que quizás no tenga fin. Respiró hondo y descargó tensión, ya no hace falta que me mantenga fuerte, no tengo a nadie quién engañar. La bruma que hay fuera es la que tengo yo dentro. Estoy confuso, esta noche ha sido maravilloso y ahora me encuentro con esto. Es como cuando el frío te golpea la cara después de salir de un sitio caliente. Pero bueno, a ver qué tal el viaje. Un viaje así siempre es peligroso. Y aún no tengo asegurado el billete de vuelta.

Hace unas semanas que papá se ha ido y no sé por qué pero hoy me toca dormir en casa de la abuela. Últimamente mamá está muy triste y no le apetece hacer nada. Además, el otro día me dijo que papá igual no vuelve del viaje. Pero eso es una tontería. Me ha dicho que se ha perdido, pero Noelia también se perdió en la excursión del cole y la encontramos en seguida. Solo fue un susto, como dijo la profe. Seguro que vuelve. Seguro. Y cuando vuelva, nos comeremos la chocolatina que me regaló el día que se fue. La tengo guardada porque vienen dos en el paquete.

Silencio

No puedo salir de la cama, no estás y no vas a volver. Queda esperanza, dicen. Mentira. Enorme. Te has ido a la guerra y sabía que todo esto podía pasar. Ahora no me sirven de nada las garantías medio inventadas de que no pasaría nada. Estoy sola. Soy muy joven para ser viuda y ella muy pequeña para ser huérfana. No, no, no. Me niego. No es justo. No. No. NO.

Silencio

Han pasado ya muchos años. Muchos. Pero sigo aquí, como cada catorce de diciembre a la noche. Esperando en el balcón, pensando que volverás, aunque sé perfectamente que no. Hace nada más y nada menos que once años que has desaparecido en combate. Sin saber nada de ti. Y poco a poco tuve que asimilar que nunca volverás de ese viaje. Y, créeme, lo tengo casi superado. Solo me permito un momento de bajón en todo el año. Y aquí me tienes, con un paquete de chocolatinas con caramelo totalmente caducado en una mano y con un cubilete verde con un papel de caramelo de mora dentro en la otra mano. ¿Puedes creer que he sido incapaz de jugar al parchís desde que descubrí el papel del caramelo? Eso sí, el cubilete lo llevo a todos lados conmigo, es mi amuleto, es mi pedacito de ti. Sigo esperando en compartir contigo la chocolatina. Pero sé que no va a ser posible. Pero, no sé. Era tan pequeña que ni siquiera entendía que tus lágrimas de aquella noche no se podían curar con simples caramelos. Miro al horizonte. Moriría por otro beso de esos que pinchan o por volver a ver tus ojos. Quiero volver contigo, quiero que vuelvas conmigo. Y aquí estoy, otro catorce de diciembre. El undécimo ya. El balcón es mi cama ahora, pero no necesito dormir para soñar. Sueños rotos, como unidos con pegamento por una noche. Un noche que espero que vuelvas y me abraces. Una noche donde todo es posible.

Y ahí está, otro año más, aguantando el frío por mí. Ahora solo me dejan ir a verla una vez al año y sé que he hecho bien en elegir este momento. La veo y me rompo en pedazos, pero es necesario. Es toda una mujer. Y no me puedo creer que no haya dado más paseos con ella, que no hayamos leído más cuentos, que no le haya enseñado a jugar a las cartas. Su graduación, su primer novio, sus rebeliones adolescentes… Solo me las puedo imaginar. Pero al menos puedo ver el reflejo de la luna en sus ojos año tras año. Sigue igual de preciosa, quizás algo más. Y sigue esperanzada. No me puedo creer que siga haciendo esto por mí. La quiero demasiado como para esto, pero no sabe que la observo y no tengo manera de decírselo. No sabe que estoy orgullosísimo de ella. No sabe que es la chica más fuerte que conozco. No lo sabe. Pero sobre todo no sabe que, en algún lugar de este mundo, hay un cuerpo vacío de vida aferrando fuertemente con su mano derecha un caramelo de mora.



miércoles, 11 de marzo de 2015

Superhéroes

¿A qué llamamos ser un superhéroe? Creo que esta es la pregunta que deberíamos hacernos. Fijo que se nos vienen a la cabeza cientos de personajes con antifaz, capa y calzoncillos por fuera de los pantalones. Fijo que se nos vienen a la cabeza cientos de personajes de ficción con miles de superpoderes íncreible con los que son capaces de hacerlo todo. Poder volar, tener superfuerza, ser invisible... Son millones las opciones que se nos abren. Solo nos basta con imaginar aquellas cosas imposibles que soñamos hacer, y llevarlos a cabo mediante el maravilloso mundo fantástico donde el papel lo soporta todo, allí donde nada está prohibido. ¿Pero qué pasa en el mundo real?
Mira a tu alrededor, ¿ves a alguien con capa y antifaz? ¿Ves a gente volando con el puño en alto o trepando por las paredes como si de una araña se tratara? No, solo ves personas normales que visten normal y caminan por el suelo. Aquí no hay papel que soporte todas nuestras ilusiones imposible. Aquí no vale todo. Aquí no existen superpoderes increíbles que desafían las leyes de la naturaleza. Aquí no hay nada de eso.
Llamamos ser superhéroes a aquellos que consiguen que una ciudad tan grande como Nueva York no sea arrasada por un cruel villano lleno de resentimiento y odio mal llevado. A aquel que durante una pelea en la que media ciudad termina derruída y en llamas, consigue acabar con la gran amenaza y salvar así millones de vidas. A aquel ser perfecto que nada teme y que no encuentra obstáculos. A aquel ser perfecto. Perfecto.
Admítelo, los seres humanos somos de lo más alejado a lo perfecto que hay. Todos tenemos nuestro lado positivo, bueno y bonito. Pero también tenemos nuestro lado oscuro, nuestra parcela de maldad. Pero esto no implica que no existan superhéroes, no. Implica que los superhéroes reales son más súper todavía, porque ellos no han nacido con un guion perfecto a cumplir, sin miedos ni obstáculos en el camino; ellos, pudiendo elegir ser villanos o no ser nada, han elegido escoger el camino más difícil... El camino de entregarse a los demás. Y no serán perfectos cual personajes de cómic, ellos caerán, tendrán miedo... pero tienen una cosa en común con los de los cómics... Dan su vida por otras personas.
¿A qué llamamos ser un superhéroe? Creo que esta es la pregunta que deberíamos hacernos. Fijo que ahora se nos viene a la cabeza esa compañera nuestra que trabaja de voluntaria en el comedor social. O ese hombre que todas las tardes va al hospital a entretener a los pacientes. O al vecino que da clases de español a gente extranjera. Sé que no viste con antifaz y capa, ellos prefieren ser anónimos.
Y sé que ellos no van a conseguir salvar a millones de personas, pero las vidas salvadas no se cuentan en número, porque cada una cuenta una historia totalmente diferente. Y si una persona consigue cambiar la vida de otra persona para que tenga un final feliz, tiene el mayor superpoder que se puede tener.
Fíjate bien, existen muchos más superhéroes de los que crees. ¿Eres tú uno de ellos?

miércoles, 7 de enero de 2015

Días de perros

¿Que quién es él? Realmente no lo sé. He escuchado muchas historias, pero no estoy seguro de que ninguna de ellas sea real. Es una persona de la que siempre he tenido curiosidad. El otro día me contaron otra versión de la historia de su vida y creo que es la historia más bonita que he escuchado en mi vida.

Él nació siendo un perro. Era el perro lazarillo de un hombre ciego. Aquel hombre no tenía a nadie menos a su perro. Iban a todos los lados juntos y cuentan que es una de las relaciones más íntimas que han existido. No veías a uno sin el otro, siempre juntos y aparentemente siempre felices. El ciego le contaba todo a su amigo y el perro parecía entenderle. Hasta que una fría mañana de inicio de primavera ocurrió algo que lo cambió todo.

El perro se extrañó cuando vio el sol tan alto en la ventana. Su dueño solía salir todas las mañanas a dar una vuelta. Incluso habían encontrado un pequeño rincón donde ambos estaban solos y felices. Entonces el perro se acercó a la cama y lamió la mano de su amo. Estaba más fría que de normal... se subió a la cama y empezó a acariciarle con su peluda cabeza. No se movía.  Entonces decidió hacer algo que nunca antes había hecho... empezó a ladrar. Primero flojito,  como intentando despertarlo.  Después más fuerte, creyendo que no podía oírlo. Y finalmente dolorido... Como sabiendo lo que realmente pasaba.

Los siguientes días fueron raros y tristes. Le llevaron a una extraña habitación hasta que vino un hombre que le llevó hasta casa. Un hombre que se parecía a su amo un poco... Su hijo. Fue un mes duro. El perro intentó apreciar a aquel hombre como apreciaba a su amo... pero no podía.  Aquel hombre no jugaba con el. Sus paseos no iban más allá que ir a la acera de enfrente. Y siempre que se acercaba a él parecía molestarle. Dejó de ser tan alegre y se volvió un perro triste. Incluso llegó a envejecer rápido.

Un día,  su nuevo amo le subió al coche. Parecía más serio de lo habitual... Llegó a un sitio donde solo había hierba e hizo bajar al perro. Acto seguido volvió a montar, arrancó el coche... y se marchó.

Al perro le costó reaccionar, no entendía nada. Se quedó esperando un rato, pero luego decidió llegar él hasta casa. Empezó andar y estuvo un buen rato andando... Poco a poco, sin prisa pero sin pausa. De repente llegó a un sitio que le sonaba.

Miró hacia todos los lados y olfateó con fuerza... no lo podía creer. Aún olía un poco a él... Se sentó sobre el banco. Aquel era su sitio, donde venían a pasear su antiguo amo y él, donde pasaban horas solos y felices. Se quedó un rato allí descansando, el viaje había sido largo. Y el ya estaba mayor para tanto trote.

Despertó y volvió a olisquear.  El olor seguía allí,  pero él no estaba. Además, ya él no era su dueño. Decidió volver a casa, desde ahí sabía llegar. Pero camino a casa se encontró a su amo cruzando la calle. Se acercó por la espalda y le ladró alegre, feliz por haberle encontrado.

Su amo se dio la vuelta sorprendido en medio de la carretera. Su cara no era precisamente de felicidad... ¿Cómo?... ¿Cómo había conseguido volver? Un claxon le hizo volver en sí. Se giró y vio de lleno un coche viniendo donde él. Cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. Esperó el momento del impacto, pero justo cuando iba a llegar, sintió un fuerte cabezazo que le hizo caer al suelo. Oyó un golpe, pero no sintió nada. El amo abrió los ojos y vio al viejo perro de su padre en el suelo delante del coche.

"¿Hola? ¿Me oyes?". El perro abrió los ojos y vio a su antiguo dueño. No podía ver más,  porque una luz blanca cegada lo demás.  "Estás en el cielo... Has muerto. ¿Me recuerdas? Soy yo. Tu antiguo amo". El perro se puso como loco de contento y se abalanzó sobre él. "Eres más bonito de lo que pensaba. ¿Sabes? Ya puedo ver bien... Y eres precioso" dijo el amo abrazando a su perro, mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla. "Me gustaría abrazarte de por vida, pero no puedo, no puedes. No puedes quedarte aquí... No ha llegado tu momento. Tienes que regresar... ya tendrás tiempo de estar aquí".

Entonces ocurrió algo mágico.  El perro apareció sentado en el banco de su sitio. Miró alrededor y le pareció que algo era distinto. Miró sus manos y contó sus dedos... uno, dos tres, cuatro... ¡cinco! Se levantó y echó a andar... con dos piernas. No lo podía creer, se había convertido en un ser humano. Salió del parque y vio a la policía en un paso de cebra, con el cuerpo de un perro en los brazos y el hijo de su amo de pie con una pequeña herida de la cabeza. Era verdad. Había ocurrido. Era un hombre.

¿Que quién es él?  Realmente no lo sé. Pero me contaron que ahora se dedica a ayudar a los perros, que cada vez que ve uno, conectan de una manera de la que sólo pueden conectar dos perros. Y que si algún perro sufre por algo, escapa y va a buscarle. Y él consigue calmarle... Y él consigue cumplir lo que su amo le dijo, esperando el momento en el que se volverán a abrazar.