"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

domingo, 15 de noviembre de 2015

París

Por fin llegó el día. Te vestiste con el vestido azul de tirantes que te regalé por tu cumpleaños. "Eres preciosa". Ya lo sabía desde el momento en el que te vi y me aseguré de ello en el momento en el que te vi con mi sudadera enorme y el moño de andar por casa; pero al ver como se ajustaba el vestido a tu cadera y como te sentaba la espalda descubierta tuve que exclamarlo. "Eres preciosa". Me sonreías mientras me pegabas un puñetazo cariñoso en el hombro. "No seas tonto" respondiste mientras entrabas en el ascensor de ese hotel. Sabía que nunca lo aceptarías, pero estaba seguro de que tenía cogida de la mano a la mejor mujer del mundo... Puede que no fueras la mujer más hermosa del mundo, ni  la más lista, ni la más alta quizás... Pero eras quien conseguía que dejará de estar de morros con solo unas palabrejas, eras quien me animaba a luchar por todo ello por lo que había soñado desde hacía tanto, eras quien daba los besos que más me gustaban, eras la que conseguiste hacerme creer que la magia había creado una mujer a mi medida y me la había regalado... Eras mi razón de ser, de existir y de todo. Y cada minuto que sentía tú piel con la mía, el sentimiento se hacía más y más fuerte.

Salimos la calle en una maravillosa noche de noviembre, y diste una vuelta sobre ti misma mirando a todo lo de tu alrededor. Sonreías tanto y tan bonito... "No me puedo creer que por fin hayamos podido viajar a París" suspiraste al viento antes de darme uno de tus besos. Dimos un paseo aprovechando que era de noche. Mirábamos a las preciosas luces que brillaban como estrellas en el cielo... aunque ninguna daba más luz que tus ojos llenos de ilusión. Llegamos a la Torre Eiffel y la observamos en silencio. Te abracé por detrás y dijiste que era preciosa. "Pues estoy seguro que hoy brilla por ti" te respondí mientras te apretaba entre mis brazos. "Tonto" , repetirte, y como solía ser costumbre tras decir esa palabra, me besaste como solo tú sabías.

Acabamos el paseo en un pequeño y precioso restaurante lleno de cristaleras donde veíamos la actividad de toda la ciudad, el ir y venir de la gente. Pedimos cada uno nuestros platos y disfrutamos robándonos la comida y picoteando del otro mientras hablábamos sobre el plan que realizaríamos ese fin de semana: subir hasta lo alto de la Torre Eiffel, colgar nuestro candado en el puente de los enamorados, callejear hasta perdernos... Vamos, lo que sería el típico plan de turista. Lo que hace todo el mundo pero contigo, lo que lo haría único y especial.

Pedimos los postres y, mirándonos a los ojos, pusimos los dos al centro y compartimos nuestra gran pasión juntos. Nos dimos besos con sabor a chocolate, besos con sabor a caramelo, besos con sabor a nata... Y para cerrar la cena, descorchamos una botella de champán y brindamos por nosotros, por estar en París y por ser felices. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y me aclaré la garganta. Dije tu nombre y justo cuando iba a empezar a actuar,  un grito rompió el ambiente y nos hizo girar la cabeza a todos.

Los siguientes segundos ocurrieron en cámara lenta. Vi como entró en el restaurante un hombre con un arma entre las manos. Vi la cara de sorpresa en la cara de la gente de las mesas de al lado. Vi tus ojos empañados y rotos, no sabiendo encajar la situación. El hombre gritó algo que no supe entender y entonces abrió fuego. Vi como una de las balas tomaba una trayectoria fatal y como tu vestido azul se teñía de rojo rápidamente. Grité como nunca antes había gritado en mi vida antes de que una de las siguientes balas me alcanzara, pero entonces yo no sentí nada, todo mi dolor estaba en tus ojos grises e inertes. Sé que caí en redondo y que mi mano salió del bolsillo de mi pantalón. Pude oír durante mis últimos segundos de vida como la pequeña caja que tenía en mi mano caía a mi lado y se abría y el anillo que había dentro se rompía haciendo un ruido que para mí era más ensordecedor que cualquier otro ruido. Un ruido que destrozó en mi cabeza la idea de verme arrodillado en medio del restaurante mientras tú llorabas. Un ruido que destrozó en mi cabeza la idea de verme formando contigo la familia que siempre había soñado.

Y durante mi último segundo de vida recé para que al abrir los ojos estuvieras tú con tu vestido azul diciéndome "Sí quiero".

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