"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

miércoles, 25 de noviembre de 2015

La caja de música

Le consideraban una mujer fuerte. Y digo mujer porque, aunque tuviera dieciocho años, si te perdías en la inmensidad de sus ojos grises, podrías llegar a comprender un poco la bruma que esconde todos sus sentimientos más ocultos y es que sus ojos gritaban experiencia y dolor, y notabas que esa bruma había sido bañada por el mar en muchas ocasiones. Y digo fuerte porque, detrás de todos los grises y toda la bruma, brillaba una sonrisa que hacía como de faro dentro de la tormenta.
Echaba de menos su pelo largo con el que se hacía una trenza, pero había encontrado la manera de verse guapa en el espejo con el pelo corto que le iba creciendo. Echaba de menos salir a correr, pero había sabido descubrir mundos infinitos en los libros e incluso se había atrevido a crear ella misma alguno. Había sabido acostumbrarse, e incluso conseguir ver de forma positiva, casi todos los cambios que le había traído la vida. Todos menos uno.

Su familia y sus amigos estaban alucinados. Después de ver como ella tuvo que luchar contra viento y marea, de ver como esa larga melena rubia cayó de golpe de la noche a la mañana, de verla llena de tubos y máquinas con pitidos extraños y confusos; no podían creer que siga sonriendo y con esas ganas de comerse el mundo. Y es que ellos, aunque no esté bien decirlo, siempre tuvieron el presentimiento de que no podrían volver a compartir un café y una charla juntos. Pero hay veces que el quiero le gana la guerra al puedo... Y el cáncer no sale victorioso.

Pero, aunque diera la sensación de que todo iba bien y que había esquivado todo daño grave, algo le había golpeado en el pecho y, como secuela, a ratos se quedaba sin respiración y con ganas de llorar. Solía esperar a que toda la casa estuviera calmada y se oyera la respiración tranquila de sus padres durmiendo. Entonces sacaba la pequeña cajita, se sentaba en la cama y respiraba hondo. Nada más la abría, escuchaba las primeras notas y veía a la pequeña bailarina dando vueltas, le salía alguna lágrima. Entonces se veía en el espejo que había en el reverso de la tapa, cerraba los ojos y se imaginaba con su antiguo traje de ballet dando mil y una piruetas. Después se veía en el teatro de su pueblo enseñando como podía derrochar sentimiento con cada delicado movimiento de su cuerpo. Y siempre acababa el sueño en un escenario enorme ante cientos, quizás miles, de personas flotando por encima de la ovación del público. Cuando el aplauso terminaba, volvía a abrir los ojos y lo único que veía era el agua que caía por sus mejillas y que moría en su barbilla.

Acababa la noche mirando hacía arriba y recordando el momento en el que su abuela le regaló la caja de música una tarde después de un ensayo de ballet. Entonces susurraba: "Lo siento, abuela. No lo he conseguido" y esperaba que ella le diera un poco de fuerza para no seguir clavándose los pedazos de su sueño roto justo en el centro de su alma.


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