Estuve esperando a
Rocío y puntualmente sonó el timbre de mi casa y, al ir a coger el telefonillo
para abrirla, escuché unos sollozos provenientes del portal. Le pregunté si le
pasaba algo, y ella me contestó
que ahora me lo contaba todo y que, si no me importaba, en vez de ir a mi casa
podríamos dar un paseo por el pueblo y hablar sobre sus problemas y que, quizás,
cambiando el ambiente se nos ocurriría alguna respuesta para la pregunta del
trabajo.
Baje corriendo y me
encontré a Rocío hecha un
mar de lagrimas. Le pregunté qué pasaba, y su respuesta me alegró mucho. Había
tenido su primera cita con César y no le había salido nada bien. Me dijo que no
dejó de hacer tonterías y de decir groserías y guarradas. No sé le ocurría cómo
una persona así podría haber escrito una poesía tan bonita.
Nos sentamos en el
bordillo de una barandilla que da a la playa. Eran las siete de la tarde. No había una sola nube en el cielo. El
atardecer se veía precioso, con ese tono anaranjado y el sol despidiéndose.
Entonces me miró a los
ojos. Estuvimos un rato en silencio. Para cortar el hielo le pregunté:
-
Bueno, ¿Qué harías tú si fueras Lou?
¿Cambiarias o no cambiarias?
-
Yo ya sé lo que haría.
-
¿Qué?
-
Espera un poco.
Y seguimos mirando el
atardecer. Poco a poco Rocío me fue agarrando la mano. Cuando ya la tenía
cogida del todo me susurró al oído:
-
Tú me enseñas que, se puede querer, lo
que no ves.
Ahí fue donde me di
cuenta de todo. Rocío ya había descubierto que la poesía la había escrito yo y
que la amaba profundamente. Y… no sé muy bien cómo explicarlo, pero sentí un
gran alivio en mi interior. Rocío apoyo su cabeza en mi hombro, y, con la voz
más dulce que he oído en mi vida me dijo:
-
Me gusta tal y como somos y no cambiaría
en nada.
Entonces nos besamos. Y
tras ese dulce beso, hubo un silencio muy largo. Pero en mi cabeza seguía
sonando su voz: “Yo no cambiaría. No cambiaría”.
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