"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

martes, 22 de octubre de 2013

Volaba libre, tan libre como grande es el mar

Os voy a contar una historia, la historia de una joven llamada Mar y su gran amor. El mar.

No sé si lo llevaría en el nombre, pero Mar amaba el mar. Además, vivía en un lugar que, aunque estaba cerca de esa gran masa azul, no le permitía perderse en esa misteriosa aura que desprendía, por eso esperaba impaciente el tiempo que pasaba cada año en un pequeño pueblo que había visto crecer a su padre. Porque ese pueblo bañaba sus fronteras en la costa.

Y cada noche se quitaba los zapatos y caminaba con cuidado por la fría arena hundiendo ligeramente sus pies en ella. Y se sentía genial. Y por fin llegaba a la orilla y caminaba con el agua por los tobillos, observando cómo es suave vaivén de la marea le acariciaba. Y sentía que se hacía uno con el agua y que volaba libre, tan libre como grande es el mar. 

Mar tiene un sueño. Quizás no es un sueño grande, pero para ella sería perfecto. Quiere recorrer cada océano en un pequeño velero, de costa a costa, surcando los mares. Y todos los años suele ver una estrella fugaz a la que le pide ese deseo.

Mar se solía sentar en la arena y cerraba los ojos. Y oía el murmullo de las olas. Y sentía que le llamaban. Sí, Mar estaba hecha para el mar. Nunca he visto un nombre mejor puesto. 

Caminaba mirando la luna y valoraba la soledad que el momento le otorgaba. Podía estar consigo misma a solas por un momento cada noche y no todo el mundo tiene esa suerte. Y se escuchaba hablar por dentro y se sentía grande. Quizás era porque estaba frente al gran océano. Quién sabe.

Y hoy es su último día aquí, mañana tiene que volver a casa. Y está contenta porque va a ver a sus amigos después se un montón de tiempo, pero ya no volverá a estar a solas con el mar en mucho tiempo y sabe que le va a echar de menos. Y como empezó a hacer a los cinco años, hoy cogerá una caracola para llevar a casa, su decimoquinta caracola ya. Y en los momentos en que esté mal la acercará al oído y escuchará el murmullo de las olas. Pero ya que ahora está aquí, acerca sus pies a la orilla y los moja. Y cierra los ojos. Y se despide del mar otro año más. Lo que ella quizás no sabe es que esa noche cada ola que rompe las rocas del acantilando la despiden suspirando en bajito su nombre.


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