"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

lunes, 17 de marzo de 2014

Tic tac (parte final)

Pero ella, ella por darme me dio hasta una hija, a parte del privilegio de poder compartir cama y crear historias juntos. Lástima que mi hija se fuera a trabajar al extranjero con veintidós años y que un viejo coche de segunda mano dejara un rastro de sueños rotos, ojos vidriosos y noches en vela al llevarse a mi mujer por delante cuando iba a cruzar el pan. Aunque mis dibujos para ella no acabaron hasta unos meses después. Aún siguen guardados en el cajón, junto a mi cuaderno y mi primer lápiz. Silencio. Basta ya de recordar.
Tic tac. Tic tac. Cada movimiento del segundero del viejo reloj de la mesilla suena como si una gota me cayera en la frente. Tic tac. Gota a gota, hasta atravesarme entero. Las cinco y diez. Parece que lleve horas en esta cama, pero el tiempo no debe regirse por ninguna norma. Y esto es así noche tras noche, día tras día, minuto tras minuto.

Algo se mueve dentro de mí y me hace latir más fuerte. Siento que algo ha cambiado y que, tras varios años de dejar que acumulen polvo, tengo la necesidad de coger mi cuaderno y volver a sentir el tacto de mi lápiz. No me acuerdo de por qué dejé de dibujar, y menos ahora que es cuando más me puede ayudar. Cojo el lápiz y, antes de empezar a romper la uniformidad de blanca de la hoja, lo recuerdo. Este maldito temblor en mi mano derecha que no me permite hacer una línea recta. Respiro hondo. Hoy no importa. No puedo posponerlo más. Miro la foto de la boda y comienzo.

Ninguna pestaña ha quedado recta. Su pelo liso ha tomado un ondulado que jamás he visto en ella. Sus ojos vibran nerviosos y su sonrisa no se muestra tan segura con tantas curvas. Una lágrima camina por mi rostro, haciendo un surco y quemándome a su paso, y cayendo por mi barbilla, muere al chocar contra el dibujo. Duele saber que por este maldito temblor, el único retrato que le he hecho no… No sea ella de verdad. Si hubiera sabido esto, le habría hecho un retrato cada noche, cuando su respiración tranquila que tenía al dormir me decía que no había nada por lo que tener miedo. Cómo he podido ser tan tonto.

De repente, un ruido ensordecedor desgarra el silencio y una luz cegadora aparece en el techo de la habitación, creando una puerta hacia un camino en el que no se vislumbra final. Y de esa puerta, se asoma mi mujer. Rápidamente escondo el dibujo, no se merece tal desperdicio, es demasiado poco. Pero ella sonríe como solo ella puede, y me tiende una mano. La mano con la que batía los huevo para hacer un bizcocho, con la que ponía música en las frías tardes de invierno, con la que me ofrecía un caramelo al salir del trabajo. Y me elevo hacia ella, sintiéndome libre y ligero, muy ligero. Y, aunque la tentación es muy fuerte, no me giro; porque ya sé lo que voy a ver. Mi cuerpo vacío, recostado en la cama, con un cuaderno y un lápiz entre las manos. Pero no me importa. Lo dejaría todo por seguirla. Y ahora me dirijo a un nuevo sitio con ella. Un sitio en el que los “para siempre” realmente no mueren nunca. Un sitio en el que mi cuaderno de dibujar tiene infinitas páginas. 

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