"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

martes, 11 de marzo de 2014

Tic tac parte 2

Porque no tardamos en darnos cuenta de que mis padres no eran la pareja ideal. Y, aunque guardaban las apariencias, no se podía ignorar la frontera que construyeron separando cada lado del colchón, marcando territorio. Y aprendieron a sobrevivir y no  a convivir, su pareja era su mayor enemigo. Odiaban cada minuto que pasaba y su único consuelo era recordar que un día más es un día menos. Solo la tregua que se daba cuando mi padre salía a trabajar evitaba que todo esto volara por los aires.
Así fue mi niñez y así soy yo. Porque cuando tus nanas de cuna son los gritos insultantes, las palabras cargadas de odio e indiferencia lanzadas como cuchillos y los llantos rotos, decides pasar desapercibido, intentar que no se tengan que preocupar por ti, eliges la mediocridad como modo de vida. Y las cuatro paredes que te encierran, pero que te liberan, empiezan a verte crecer y cambiar y comienzan a ser, prácticamente, tu mundo. Porque salir de ella se plantea como un suicido, una misión casi imposible.
En estas ocasiones, hay que buscar un método de evadirte del mundo e intentar concentrarte en algo fuera de todo esto, más que nada, para intentar que desaparezca y para que, por un momento, puedas sentir que no hay problemas. Y yo encontré el mío.
Una noche, tras varias horas de discusiones, me encerré en mi cuarto y cogí un folio, mejor dicho, una hoja de un viejo cuaderno. Y un lápiz. Y surgió la magia. Mi mano comenzó a deslizarse ágilmente por el papel, marcándolo con un suave trazo a cada paso que daba. Pasaban los minutos y el lápiz apenas levantaba cabeza de aquella blanca superficie. Un árbol. No era el mejor dibujo del mundo, pero no necesitaba que lo fuera. No había ganado el don de dibujar, había conseguido la llave para abrir la jaula y escapar de todo. Y eso es lo que me hacía falta.
Y a ese árbol le siguió un perro. Un atardecer. Mi habitación. Otro árbol, ahora desnudo por la llegada del invierno. Una montaña nevada. Siempre en blanco y negro para solo romper la pureza uniforme del blanco con la oscuro mina del lápiz. Raya a raya, trazo a trazo, hasta completar el dibujo. Un pájaro. El huerto del vecino. El río del pueblo. Observaba y dibujaba, esa era mi rutina. Y me gustaba.

Guardaba todos los dibujos escondidos en un rincón de mi cuarto y no salía de casa sin tener en el bolsillo el lápiz con el que dibujé mi primer árbol. No lo usaba para dibujar, pero era como mi amuleto, lo que me enseño a empezar a vivir. Pasaban los años y cada vez me hacía más inmune a todo lo que tenía en casa. Creé una trinchera en mi cuarto, me aislé en mi mundo y nadie podía sacarme de allí. Hasta que llegó el hecho que cambió mi vida.

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