"La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad."
Alfonso Ussía

jueves, 6 de marzo de 2014

Tic tac (parte 1)

Tic tac. Tic tac. Cada movimiento del segundero del viejo reloj de la mesilla suena como si una gota me cayera en la frente. Tic tac. Gota a gota, hasta atravesarme entero. Las cuatro y diez. Parece que lleve horas en esta cama, pero el tiempo no debe regirse por ninguna norma. Y esto es así noche tras noche, día tras día, minuto tras minuto. Da igual que sea lunes, domingo o viernes; se ha teñido todo de gris, cada día es igual al anterior, todo es monótono, nada es especial o simplemente diferente. Y llevo así toda mi vida, bueno, casi toda. Me incorporo un poco y me apoyo en el cabecero de la cama. Y lo veo. Allí está, mirándome desde el cuadro de nuestra boda. Sonriendo y con la mirada brillante. Como siempre. Y a su lado un hombre serio, observando a través del polvoriento cristal con sus ojos grises y vacíos. Un hombre que, aunque no lo aparente, es feliz. Era feliz. Un hombre que ahora mismo está sentado sobre su cama, dejándose cautivar por viejos fantasmas del pasado. Un hombre que lo tuvo todo y que ahora no tiene nada. Tic tac. Tic tac. Miro el reloj. Las cuatro y trece. ¿Entendéis por qué digo que el tiempo juega con sus propias reglas? Acabo de ver pasar cuarenta y seis años de mi vida y solo han pasado tres minutos. Esta va a ser una larga noche… Otra larga noche.

Mi mente no puede evitar remover más el pasado y mis ojos vuelven a vislumbrar las sombras de lo que fue mi infancia. Y si digo sombras, es porque mi niñez fue lúgubre y oscura. Muy oscura. Fue lo que me hizo ser lo que soy, lo que me dio tanta monotonía, lo que me inculcó a no llamar la atención, lo que me hizo vivir en blanco y negro por el miedo a que se preocuparan por mí. Y es que nunca fui querido. No fui tratado de forma violenta por mis padres, pero tampoco recibí cariño.

Mi vida obligó a unirse a dos seres predestinados a llevarse la contraria mutuamente. Y todo por un error en una noche cálida de verano. La que futuramente sería mi madre- y cuando digo madre digo “madre” y no un apelativo cariñoso como “mamá”- conoció a un “atractivo y apuesto joven” que sería mi padre. La chispa surgió en un momento y la noche acabaría en el desenfreno que los arruinaría. Bueno, la noche acabaría dentro de nueve meses, conmigo recién nacido en los brazos. La noche acabaría con el ceño fruncido de mi padre y los ojos tristes de mi madre. La noche acabaría con sus vidas.

Tuvieron que aguantar miradas afiladas y comentarios dañinos. Y, obviamente, pasaron por el altar, pero fue la ceremonia más protocolaria y triste que ha existido nunca. Y te lo digo yo, que estuve allí. No hubo invitados, sus voces temblaban al decir el “Sí, quiero”, el banquete de boda fue la sopa que sobró del día anterior, la luna de miel no llegó más allá de las tres calles que separaban la iglesia del viejo apartamento donde convivían y la novia iba de luto por la muerte de su libertad. Bienvenidos al principio del fin.

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