Olía a café. Y a libros viejos. Y a cuadros abstractos. Y a la música del saxofón de mi padre. Pero se paró el reloj y todo se rompió en pedazos. Nada. Nunca. Ninguna persona. Ningún lugar. Solo vacío; un vacío que lo llena todo.
Tablones de madera, papel de pared desgastado, humedades en el techo. Todo cubierto por un par de capas de silencio; oscuras y espesas capas de silencio, sin escalas ni degradados. Ni luz en la ventana, ni reflejo en el espejo, ni vistas por el balcón. Solo libros en blanco, tirados, amontonados, sin ni siquiera un caos que lo rija.
Crucigramas medio llenos y botellas medio vacías. Sin mí. Sin ti. Sin él ni ella. Y mucho menos sin nosotros. Sin ojos grises, manos cálidas y mejillas rosadas. Ni la esperanza de encontrar tierra firme donde poder buscar un tesoro. A lo mejor tú tenías razón. A lo peor yo la tenía. O puede que los dos nos equivocáramos.
No hay tiempo para improvisar, ni normas que digan que no, ni razones para decir que sí. Sin sueños para dormir, ni razones para levantarse. No existe el dolor, ni el placer, ni el miedo, ni la pasión. No hay gritos. No hay gemidos. No hay susurros. Nada. Nunca. Ninguna persona. Ningún lugar.
Monotonía. Rutina. Líneas rectas. Sin inicio. Sin fin. Sin subidas. Sin bajadas. Grises y recuerdos. Ganas de llorar. Fantasmas de personas que quizás nunca existieron. Y soledad, eternos inviernos de fría soledad. Intentando llenar hojas en blanco con palabras agudas, vidas llanas y tristezas esdrújulas; pero sin tener nada a lo que poner acento. No hay introducción, no hay nudo, no hay desenlance. Sin finales felices. Sin "había una vez"... Quizás es que esa vez no había. Quizás es que nunca hubo.
Abro los ojos. No me veo. No te veo. Nos nos veo.
Y pienso que ya no merece la pena volver a mirar. Nada. Nunca. Ninguna persona. Ningún lugar.