Llegó
un compañero del trabajo de mi padre y nos dijo la frase que cayó, palabra por
palabra, rompiendo las paredes de la jaula que rodeaba nuestra casa. “Tú padre
ha muerto”. Tú padre. Muerto. Mi padre. Muerto.
He
de decir que mi madre apenas lloró, por fin era libre, libre de esta condena
que había durado diecisiete años y un día. Pero no enfrentábamos a problemas.
Teníamos dinero como para que un persona viviera holgada y cómoda, pero como
para que dos vivieran con el agua al cuello. Así que decidí- y digo decidí para
no decir que mi madre me obligó- irme a una gran granja donde buscaban jóvenes
para trabajar a cambio de cobijo y comida. Así que, con diecisiete años recién
cumplidos, medio huérfano (o huérfano total, para el caso) y ya estaba fuera de
casa.
Nunca
he sido muy sociable, como ya supondréis. Los pocos años que fui a la escuela
no me llevaba mucho con nadie, y en los momentos de descanso solía estar solo o
pegado a un grupillo al que no encajaba. Así que tenía miedo de perder la
posibilidad de estar solo, miedo a ser un estorbo. Miedo a perderme y no volver
a encontrarme nunca más.
Llegué
a la granja junto a otras siete personas, tres chicas y cuatro chicos. Y
empezaron mis días plantando el huerto, ordeñando vacas y despertándome al
canto del gallo; y contra todo lo que esperaba, formamos un grupo los ocho y
todos los días, al acabar la jornada, nos juntábamos para compartir historias.
Y en ocasiones, uno de los chicos sacaba una guitarra y despedíamos las últimas
horas de sol con alegres compases.
Además,
había un árbol perfecto que me permitía cobijarme bajo él para pasar mis largas
horas dibujando en mi viejo cuaderno, siempre con el primer lápiz en el
bolsillo, como símbolo de que todo podía ir bien, o, al menos, no ir mal. Que
no es poco.
Día
tras día, una de las jóvenes pasaba junto al árbol y, tras el saludo de
cortesía, me miraba de reojo mientras se iba. Y yo la miraba. Día tras día.
Hasta que en una ocasión, tras el saludo, se quedó de pie junto a mí y me
preguntó si se podía sentar. Me entró miedo, ¿y si quería hablar? ¿Qué hago?
Pero no. Se sentó a verme dibujar sin decir ni una palabra. Sonreía cada vez
que el lápiz rozaba el papel. Y aunque me ponga nervioso al estar a solas con
alguien, con ella no me importaba.
Y
realmente soy incapaz de recordar cómo pasó, pero empecé a dibujar para ella, a
arrimarme más en el cobijo de debajo del árbol y a empezar a cogerla de la mano
en nuestros paseos con olor a hierba mojada.
Realmente,
no sé qué es lo que hice. No lo sé. Jamás entenderé qué vio en mí. Ella era la
que lo daba todo y yo solo era el callado artista. Pero funcionó. Y eso… Eso se
convirtió en el motivo por el que empecé a creer que el pasado solo fue la
razón por la que comencé a dibujar, lo que me hizo enamorarla.
Veinticuatro
años y proclamaba el “Sí, quiero” frente a la chica más maravillosa del mundo.
Y una lágrima me recorría la mejilla mientras articulaba con sus finos labios
el “sí”. Porque ella quería estar toda la vida conmigo. Conmigo. Y yo solo le
daba dibujos. De todo tipo, menos un retrato suyo, ya que siempre que lo
empezaba, arrugaba el papel en forma de bola y lo arrojaba a la basura. No me
veía capaz de reflejar todo lo que ella era en una hoja.
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