Un, dos, tres. ¡Al escondite inglés! Jo, esto no es divertido, mi
osito Luffy no juega tan bien como cuando juegan mis papás. Pero ahora mamá
está preparando la cena y papá está preparando un viaje largo, así que no está
en casa. No sé a dónde se va, pero va a pasar muchos días fuera. Y estoy
triste, porque con mi papá me lo paso muy bien, pero cuando yo me voy de viaje
o de excursión con el cole, me lo paso muy bien y seguro que él se lo pasará
genial. Además me ha prometido jugar conmigo esta noche, antes de que se vaya.
A ver si llega ya.
No me lo puedo creer, ¿dónde está? Había prometido jugar con la
pequeña. Mañana se marcha y no va a despedirse de su hija. Ya tengo la cena
preparada y en poco rato nos debemos de ir a dormir. Todo esto nos está afectando
demasiado y no sé qué será cuando se vaya. Por favor, llega pronto.
Me he retrasado. Todo por el papeleo. Un mes llevo preparando el
viaje y la noche anterior todavía ando así. Se lo había prometido, una última
partida de parchís y una última chocolatina de caramelo. Siempre podré
dejársela en su mesilla, al lado de su lamparilla en forma de mariposa. O
debajo de su almohada, aunque el Ratoncito Pérez no tenga hoy nuestra casa en
su ruta nocturna. No me lo puedo creer, me va a ser imposible llegar pronto.
Ya he cenado y mamá me ha dejado estar un ratito más que todos los
días. Pero no llega ¿Por qué no llega? Papá me prometió una partida de parchís.
Iba a hacerle enfadar cogiendo el cubilete verde, como hacemos siempre. Se pone
rojo y es muy gracioso. Luego coge el azul y empezamos. Jo, ahora que sé contar
bien. Ya no hay tiempo. Está muy oscura y las farolas llevan mucho tiempo
encendidas.
Se ha hecho demasiado tarde. No me puedo creer que no estés
aquí. Ya sé que no es tu culpa, pero mañana hemos de madrugar y ya es hora de
apagar las luces. Me dijiste que la primera noche sin ti a mi lado no vendría
hasta mañana, pero aquí estoy, arropando a nuestra hija e intentando resolver
sus dudas. Y no quiere jugar al parchís conmigo. Solo te pido que te despidas
de ella. No verá a su padre en mucho
tiempo y quizás… No, mejor no pensarlo.
Hace ya una vuelta de reloj que mamá y yo nos hemos ido a dormir,
pero no pienso cerrar los ojos hasta que vuelva. Aunque no juguemos al
parchís quiero un beso de esos que pinchan.
Da igual lo que tenga que esperar, si abrazo a Luffy seguro que no me quedo
dormida. Espera, ¿qué son esos ruidos?
Por fin en casa, por última vez. Todo está apagado, todo está en
silencio. Perdí la oportunidad. Una brisa de viento frío entra por la ventana
de la cocina y me acerco a cerrarla. Aprovecho para mirar por la ventana.
Parece mentira que deba abandonar el bar de la esquina, la estatua de la plaza,
el “buenos días” de la panadera. Me giro y escucho un ruido. Pequeños pasos
acercándose de puntillas. Frunzo el ceño, preparándome para reñirla. Pero no
puedo, no hoy, no ahora, no con la sonrisa que se me escapa por la boca.
Está aquí. ¡Aquí! Corro a abrazarle y a que me dé un beso. Es muy
tarde y mañana tengo cole, pero da igual. Papá está llorando, ¿qué pasa? Se va
de viaje y va a pasárselo bien. ¡Ya sé cómo hacer que deje de llorar!
No me lo puedo creer. Una pequeña mujercita con cara de sueño y
pelo largo y despeinado se ha acercado corriendo hacia mí y se ha perdido entre
mis brazos. No he podido aguantarme, he roto a llorar. Ahora, en este momento,
soy feliz. Mi pequeña me ha dicho que espere, que ahora vuelve. No sé qué
querrá, pero yo ya sé lo que voy a hacer.
¿Dónde están? Sé que los guardé por aquí… Están desde la cabalgata
de reyes, papá me los dio y me dijo que era la niña más bonita de todas. Yo
creo que se pasa, pero… Es papá. ¡Ah! Aquí están, quedan tres. Voy a dárselos.
Estoy en el salón y enciendo la pequeña lámpara, no quiero romper
la magia que envuelve esta noche, y lo preparo todo. Al de poco viene ella
susurrando “papá” con algo entre las manos y me lo da. “Caramelos” dice
“siempre que lloro me como uno y dejo de llorar”. Si es que me la como. Además,
son de mora y es su sabor favorito. Los ha guardado para comérselos los últimos
y me los da. Para que no esté triste. Increíble.
Papá parece más contento. ¿Lo ves? Los caramelos son lo mejor. Un
momento, ¡el parchís! Está todo puesto, las cuatro fichas de cada color en cada
casita y los cubiletes con los dados al lado. Vamos a jugar, como me había
prometido. ¡Bien! Voy a ganar seguro. Pero hoy… Igual le dejo a papá ser el
verde. Eso sí, ¡quiero ver como se enfada!
Va, como siempre. Ella coge el cubilete verde y yo me “enfado” y
me pongo rojo. Y ella ríe, enseñando el hueco del diente que le falta. Ríe,
rompiendo el silencio de la noche. Ríe con la mayor de las inocencias. Me
dirijo a coger otro cubilete cuando ella suelta esas palabras.
“Toma”. Papá me mira con los ojos muy abiertos. Sonríe y me dice
que da igual, que sea yo el verde. Pero no, hoy no me toca. “Ya cojo yo el
azul”. Es el color del cielo y del mar y es muy bonito. Solo espero sacar un
cinco y salir pronto.
Cojo el cubilete verde por primera vez en mucho tiempo, en
muchísimo tiempo. Se me va a salir una lágrima, pero no puedo permitirme
robarle más caramelos. Toca sumergirse en un mundo de buscar los cincos, de
comer una y contar veinte y de desear dos seises, pero nunca tres. Pero hoy
pierdo, sus ojos brillan con fuerza. Hoy está valiente, hoy está poderosa.
Has sacado un seis, ¡tienes que romper barrera! Un tres. Un, dos
tres. Te como. ¡Cuento veinte! Otro cinco, todas mis fichas fuera. No me puedes
comer, estoy en una casilla con seguro. Hoy todo sale bien, voy a ganar.
¿Qué es ese ruido? Son las tres de la mañana y sigo durmiendo
sola en el colchón que de cada vez me parece más grande. Me levanto y siento el
frío suelo y un escalofrío recorre mi espalda. Me dirijo hacia la pequeña luz
que se refleja cerca del salón, como si fuera una polilla en una cálida noche de
verano. Me asomo con cuidado apoyándome suavemente en el marco de la puerta. Y
lo veo todo. Ahí están agitando cuidadosamente cubilete y moviendo con el dedo
índice las fichas. No puedo evitar sonreír al verlo. Lo conseguido. Lo he
vuelto a conseguir. Ha cumplido su promesa. Con mucho cuidado vuelvo a la cama
y ahora me da igual que la cama sea grande, sé que si no está a mi lado es
porque está en un sitio en el que se necesita más.
Un dos. Uno y dos. Cuarta ficha metida en la casilla del centro.
Final del juego. He ganado. ¡He ganado!
Es la primera vez que gano al parchís. Papá sólo llegado con dos fichas. Es
verdad que he tenido mucha suerte, pero he ganado. Es lo importante.
Lo ha hecho. Ya sabía yo. Hoy era su día y lo ha aprovechado
bien. Son las cuatro de la mañana, pero no soy capaz de mandarla a la cama, no
soy capaz de nada. Sólo puedo quedarme en el sofá y escucharla y mirarla. La
inocencia que desprende con cada palabra comida con la ilusión de su mirada.
Sólo puedo sonreír al verla ¿Cómo una cosa tan pequeña me hace sentir una cosa
tan grande?
“Y hoy en el cole he jugado con Paula y las demás al escondite y
he sido la que más tiempo ha estado escondida y no me han podido encontrar. Y
mañana por la tarde tenemos merendola por el cumple de Sonia y le vamos a
regalar una muñeca de…”
Suena una respiración tranquila y suave al ritmo del silencio la
noche. La llevó la cama y la arropa junto a su osito. Le doy un beso de buenas
noches, de buenos días y buena vida. No puedo evitar soltar una lágrima y acto
seguido me llevo la mano al bolsillo y cojo uno de los dos caramelos que me
quedan. Me lo como y me dirijo salón. Guardo el papel en el cubilete verde.
Recojo todo y salgo al balcón a ver amanecer y a que frío me despierte un poco.
Porque ya no tengo fuerzas para ir a la cama y empezar a soñar.
Abro los ojos llenos de legañas y antes de fijarme siquiera en
la hora que marca el reloj de la mesilla, observó que el otro lado de la cama
sigue intacto. Cojo una bata y camino por el pasillo hasta el salón y me quedo
en el marco del balcón. Tras un rato de silencio, suena una voz “Hay café en la
cocina”. Pego un brinco y voy a por el café. Cuánto odio que haga eso… Y cuánto
lo voy a echar de menos. Vuelvo con dos tazas y le doy una. Me mira, sonríe y
coge la taza. Me quedo ahí de pie. Hasta que no puedo más. “¿No tienes miedo?”.
Empiezan a brotar lágrimas de mis ojos y no puedo evitar temblar. Y me siento
tonta, porque he tenido mucho tiempo para asimilarlo y mírame. Me giro y me
dispongo a irme, mientras un pequeño río fluye por mis mejillas, hasta que unos
brazos me rodean y me llenan con un calor que me recorre todo el cuerpo.
“Claro que sí. Tengo miedo de que éste sea nuestro último abrazo.
Miedo de que este viaje sólo tenga billete de ida y de perderos a vosotras en
el trayecto. Miedo de que no volvamos a compartir una cafetera. De que no
vuelvas a ver mi cara de dormido y de que no pueda velar más viéndote dormir.
De que no paseemos más de la mano en primavera y de que no existan más noches
mirando las estrellas. Miedo de perderme, miedo de perderte y miedo de que me
pierdas. Claro que tengo miedo, estoy aterrado... Pero, es lo que debo hacer y
me tocará cada día levantarme y echaros de menos. Sí. Pero sabes que pase lo
que pase estaré allí.”
Lo ha vuelto a hacer, ya estoy sonriendo. En un momento como el
de ahora estoy sonriendo. No me lo creo. Es el mejor. Va llegando la hora de
que se vaya y, por mucho que miro hacia la puerta la maleta no desaparece. Cada
segundo que pasa me intentó unir más a él, hasta que, diez minutos antes de la
hora cero, él se levanta y se marcha deprisa hacia el pasillo.
“Un segundo”. Tengo que hacer una cosa importante. Busco en el
bolsillo de mi chaqueta, cojo la chocolatina con caramelo y me acerco a la
habitación de la pequeña. La observó dormir. Qué preciosa es. Un pequeño ángel
brillando con luz propia. “Te quiero”. Le doy un beso antes de dejar la
chocolatina sobre su mesilla y abandonar la habitación bajo la tenue luz de la
mariposa. Mira el reloj. Ya está. Llegó el momento.
He temido este momento desde hace semanas y aquí está. Y tú te
vas y nos dejas aquí. Te abrazo y lloro, intentando aferrarme a ti para
siempre. Sabes que mis lágrimas te están mojando la camiseta por la parte los
hombros, pero te da igual. Me agarras con tus grandes manos, me miras a los
ojos y me sonríes. Pero tú tampoco puedes resistirte a soltar la lagrimilla. Y
entonces nos volvemos a abrazar y nuestras lágrimas se hacen una y resbalan
juntas. Coges la maleta y te vas. Y me quedo en el umbral de la puerta con la
mirada perdida y la palabra en la boca.
Camino hasta el balcón y observo como despierta el mundo para empezar un día
más. Ignorando todo lo que esta noche ha pasado en este piso.
¡Ay! Qué raro, no ha venido mamá a despertarme hoy y ya parece que
es de día. ¿Dónde está mamá? A ver… Está en el salón sentada en el sofá y me
dice que ha llamado al cole, que no hace falta que vaya hoy, que necesitaba
dormir. Pero mamá está sola. ¿Y papá?
Me embarco y comienza con este viaje que quizás no tenga fin.
Respiró hondo y descargó tensión, ya no hace falta que me mantenga fuerte, no
tengo a nadie quién engañar. La bruma que hay fuera es la que tengo yo dentro.
Estoy confuso, esta noche ha sido maravilloso y ahora me encuentro con esto. Es
como cuando el frío te golpea la cara después de salir de un sitio caliente.
Pero bueno, a ver qué tal el viaje. Un viaje así siempre es peligroso. Y aún no
tengo asegurado el billete de vuelta.
Hace unas semanas que papá se ha ido y no sé por qué pero hoy me
toca dormir en casa de la abuela. Últimamente mamá está muy triste y no le
apetece hacer nada. Además, el otro día me dijo que papá igual no vuelve del
viaje. Pero eso es una tontería. Me ha dicho que se ha perdido, pero Noelia
también se perdió en la excursión del cole y la encontramos en seguida. Solo
fue un susto, como dijo la profe. Seguro que vuelve. Seguro. Y cuando vuelva,
nos comeremos la chocolatina que me regaló el día que se fue. La tengo guardada
porque vienen dos en el paquete.
Silencio
No puedo salir de la cama, no estás y no vas a volver. Queda
esperanza, dicen. Mentira. Enorme. Te has ido a la guerra y sabía que todo esto
podía pasar. Ahora no me sirven de nada las garantías medio inventadas de que
no pasaría nada. Estoy sola. Soy muy joven para ser viuda y ella muy pequeña
para ser huérfana. No, no, no. Me niego. No es justo. No. No. NO.
Silencio
Han pasado ya muchos años. Muchos. Pero sigo aquí, como cada
catorce de diciembre a la noche. Esperando en el balcón, pensando que volverás,
aunque sé perfectamente que no. Hace nada más y nada menos que once años que
has desaparecido en combate. Sin saber nada de ti. Y poco a poco tuve que
asimilar que nunca volverás de ese viaje. Y, créeme, lo tengo casi superado.
Solo me permito un momento de bajón en todo el año. Y aquí me tienes, con un
paquete de chocolatinas con caramelo totalmente caducado en una mano y con un
cubilete verde con un papel de caramelo de mora dentro en la otra mano. ¿Puedes
creer que he sido incapaz de jugar al parchís desde que descubrí el papel del
caramelo? Eso sí, el cubilete lo llevo a todos lados conmigo, es mi amuleto, es
mi pedacito de ti. Sigo esperando en compartir contigo la chocolatina. Pero sé
que no va a ser posible. Pero, no sé. Era tan pequeña que ni siquiera entendía
que tus lágrimas de aquella noche no se podían curar con simples caramelos.
Miro al horizonte. Moriría por otro beso de esos que pinchan o por volver a ver
tus ojos. Quiero volver contigo, quiero que vuelvas conmigo. Y aquí estoy, otro
catorce de diciembre. El undécimo ya. El balcón es mi cama ahora, pero no
necesito dormir para soñar. Sueños rotos, como unidos con pegamento por una
noche. Un noche que espero que vuelvas y me abraces. Una noche donde todo es
posible.
Y ahí está, otro año más, aguantando el frío por mí. Ahora solo
me dejan ir a verla una vez al año y sé que he hecho bien en elegir este
momento. La veo y me rompo en pedazos, pero es necesario. Es toda una mujer. Y
no me puedo creer que no haya dado más paseos con ella, que no hayamos leído más
cuentos, que no le haya enseñado a jugar a las cartas. Su graduación, su primer
novio, sus rebeliones adolescentes… Solo me las puedo imaginar. Pero al menos
puedo ver el reflejo de la luna en sus ojos año tras año. Sigue igual de
preciosa, quizás algo más. Y sigue esperanzada. No me puedo creer que siga
haciendo esto por mí. La quiero demasiado como para esto, pero no sabe que la
observo y no tengo manera de decírselo. No sabe que estoy orgullosísimo de
ella. No sabe que es la chica más fuerte que conozco. No lo sabe. Pero sobre
todo no sabe que, en algún lugar de este mundo, hay un cuerpo vacío de vida
aferrando fuertemente con su mano derecha un caramelo de mora.
Un relato precioso y un premio merecido. Has conseguido encogerme el corazón. Enhorabuena
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