Tic
tac. Tic tac. Cada movimiento del segundero del viejo reloj de la mesilla suena
como si una gota me cayera en la frente. Tic tac. Gota a gota, hasta
atravesarme entero. Las cuatro y diez. Parece que lleve horas en esta cama,
pero el tiempo no debe regirse por ninguna norma. Y esto es así noche tras
noche, día tras día, minuto tras minuto. Da igual que sea lunes, domingo o
viernes; se ha teñido todo de gris, cada día es igual al anterior, todo es
monótono, nada es especial o simplemente diferente. Y llevo así toda mi vida,
bueno, casi toda. Me incorporo un poco y me apoyo en el cabecero de la cama. Y
lo veo. Allí está, mirándome desde el cuadro de nuestra boda. Sonriendo y con
la mirada brillante. Como siempre. Y a su lado un hombre serio, observando a
través del polvoriento cristal con sus ojos grises y vacíos. Un hombre que,
aunque no lo aparente, es feliz. Era feliz. Un hombre que ahora mismo está
sentado sobre su cama, dejándose cautivar por viejos fantasmas del pasado. Un
hombre que lo tuvo todo y que ahora no tiene nada. Tic tac. Tic tac. Miro el
reloj. Las cuatro y trece. ¿Entendéis por qué digo que el tiempo juega con sus
propias reglas? Acabo de ver pasar cuarenta y seis años de mi vida y solo han
pasado tres minutos. Esta va a ser una larga noche… Otra larga noche.
Mi
mente no puede evitar remover más el pasado y mis ojos vuelven a vislumbrar las
sombras de lo que fue mi infancia. Y si digo sombras, es porque mi niñez fue
lúgubre y oscura. Muy oscura. Fue lo que me hizo ser lo que soy, lo que me dio
tanta monotonía, lo que me inculcó a no llamar la atención, lo que me hizo
vivir en blanco y negro por el miedo a que se preocuparan por mí. Y es que
nunca fui querido. No fui tratado de forma violenta por mis padres, pero
tampoco recibí cariño.
Mi
vida obligó a unirse a dos seres predestinados a llevarse la contraria
mutuamente. Y todo por un error en una noche cálida de verano. La que
futuramente sería mi madre- y cuando digo madre digo “madre” y no un apelativo
cariñoso como “mamá”- conoció a un “atractivo y apuesto joven” que sería mi
padre. La chispa surgió en un momento y la noche acabaría en el desenfreno que
los arruinaría. Bueno, la noche acabaría dentro de nueve meses, conmigo recién
nacido en los brazos. La noche acabaría con el ceño fruncido de mi padre y los
ojos tristes de mi madre. La noche acabaría con sus vidas.
Tuvieron
que aguantar miradas afiladas y comentarios dañinos. Y, obviamente, pasaron por
el altar, pero fue la ceremonia más protocolaria y triste que ha existido
nunca. Y te lo digo yo, que estuve allí. No hubo invitados, sus voces temblaban
al decir el “Sí, quiero”, el banquete de boda fue la sopa que sobró del día
anterior, la luna de miel no llegó más allá de las tres calles que separaban la
iglesia del viejo apartamento donde convivían y la novia iba de luto por la
muerte de su libertad. Bienvenidos al principio del fin.
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